CAÍDAS EN LO BANAL, por José Luis Puerto
Quienes nacimos y fuimos niños y jóvenes durante el franquismo, sabemos distinguir muy bien las grandes ventajas para la vida de los seres humanos y de la sociedad toda que tiene la democracia, con las libertades y derechos esenciales a disposición de todos, que es como se expande y profundiza en esa humanización, en ese humanismo, que es la enseña más alta y luminosa de nuestra historia y de nuestra cultura desde el arranque de nuestra modernidad.
Sabemos también distinguir muy bien la diferencia entre una sociedad cerrada y una sociedad abierta; sociedad esta última que ha traído y sigue trayendo a nuestro país un desarrollo cultural, social y económico, como nunca antes habíamos disfrutado.
De ahí que constituya un peligro el caer en la banalización, utilizando las instituciones y mecanismos de que nos hemos dotado para finalidades que no corresponden, en el fondo, para destruirlos desde dentro, debido a una nostalgia de una sociedad cerrada, en la que nos fue mucho peor a casi todos.
Estos días, hemos asistido a esa oscura corte de los milagros, que ya Ramón del Valle-Inclán describiera y parodiara; a esa espantosa astracanada, que, en el fondo, no tenía otra pretensión –aparte de llevar hasta un territorio inaceptable egos desmesurados– que destruir los mecanismos democráticos de nuestra democracia parlamentaria.
Ya la pensadora judía-alemana Hannah Arendt reflexionó y nos previno contra la banalización del mal, a raíz de los campos de concentración nazis, como inhumana práctica histórica de los totalitarismos; y realizó decisivas reflexiones sobre el pluralismo y la inclusión del otro.
No habríamos de caer nosotros en esa indiferencia de espectadores cómodos y acomodados ante esa banalización de unos mecanismos de nuestra democracia que no se crearon para tan impresentables astracanadas. Está en juego la sociedad abierta de que disfrutamos.
Pero en nuestra vida social asistimos, en muy diversos campos, por desgracia, a mecanismos de banalización ante los que, por desgracia, no reaccionamos. Y todo ello debilita nuestra democracia, nos deshumaniza, nos convierte en ciudadanos más frágiles… y hace que se vaya diluyendo y esfumando esa sociedad abierta que, con tanta ilusión social y tanto esfuerzo, inauguramos tras el fin de la dictadura.
Es curioso que sea la literatura, y particularmente el teatro, los medios de expresión contemporáneos que más han acentuado esa visión distorsionada de la realidad, para mostrar una crítica de esa degradación en la que caemos –como la de estos días–, menos la astracanada (de ese modo teatral que creara Muñoz Seca), que el esperpento, esa distorsión dramática que Valle-Inclán creara, para que nos miráramos todos en esos espejos cóncavos del callejón del Gato, de los callejones del fracaso de nuestra modernidad, y viéramos en ellos reflejado “El sentido trágico de la vida española”, a la que tanto cuesta normalizarse y asimilarse a lo que es una sociedad de verdad abierta.