ES AMARGA LA VERDAD, por José Luis Puerto
Ya nuestro gran Francisco de Quevedo, uno de nuestros más grandes escritores de los llamados siglos de oro, o época áurea de nuestra literatura y de nuestra historia, comienza una de sus más conocidas letrillas satíricas de un modo memorable:
“Pues amarga la verdad, / quiero echarla de la boca; y si al alma su hiel toca, / esconderla es necedad.”
Son versos paradigmáticos, que vienen muy a cuento con lo que ha ocurrido en la última campaña electoral de nuestro país, previa a las elecciones generales, que celebráramos en el aún tan reciente 23 de julio pasado.
Sin duda, el dualismo que terminó imponiéndose en dicha campaña fue –según iban indicando los analistas más perspicaces, a medida que transcurría la campaña– el de verdad / mentira.
El trumpismo ha exportado a todos los países de nuestro entorno, y también al nuestro, la táctica de que la mentira, utilizada sistemáticamente y a modo de ráfaga incesante, sin dejar al oponente ni respirar, ni darle tiempo a defensa o respuesta alguna, es rentable políticamente.
Pero la mentira como cimiento en el que basar la victoria propia nunca puede ser una base sólida en la que se construya un proyecto de país, porque supone, querámoslo o no, una falta de amor y de empatía con el propio país y con los ciudadanos y ciudadanas que lo habitan y conforman.
Como mucho, la mentira es una argucia para tomar un poder, que luego se utiliza contra el propio bien común del país y de las gentes que lo constituyen, y en beneficio exclusivo de quien lo ocupa.
Porque, hoy, en el mundo en que habitamos, tanto en los ámbitos particulares como globales, nada existe ni funciona en dirección única. Hemos de aceptar, querámoslo o no, que la diversidad –en los ámbitos humanos, psíquicos, sexuales, sociales, raciales, económicos, de género, nacionales, etc.– es lo que nos constituye. Querámoslo o no.
Hay que aceptar las diversidades, para entender al ser humano, para entender la especie de la que formamos parte, y para actuar en pro de ella, en pro del bien común. Porque, claro, cuando queremos imponer la dirección única, nos estrellamos, no comprendemos nada.
Y entonces surge la censura –ya hablábamos sobre ella en nuestro penúltimo artículo, ‘¿Quién teme a Virginia Woolf?’–, la exclusión, la xenofobia y tantas otras fobias que, en una sociedad contemporánea como la nuestra, o como cualquier otra del planeta, son intolerable. Porque no hay direcciones únicas.
Y surge también la mentira, como, lamentablemente, hemos visto campar a sus anchas en la última campaña electoral. Pero, frente a ella, siempre surge la voz de una Silvia Intxaurrondo. Es la voz de la verdad, que replica a la mentira. Es una voz moral que habita en el corazón de los justos, de los ecuánimes, de los lúcidos, que nunca aceptará que la verdad campe a sus anchas, por el daño que nos causa a todos y a todas.
“Pues amarga la verdad, / quiero echarla de la boca”… Aunque amargue, la hiel de la verdad no puede ser escondida.
Hoy, en nuestra sociedad, no se puede ser ni mentiroso ni tramposo. Pese a que tantos lo intenten, la mayoría de la ciudadanía termina levantando la voz moral de la verdad, con sus palabras, sus votos y sus actitudes civilizadas.