LOS NIÑOS NO, por José Luis Sánchez-Tosal Pérez
Hace ya medio siglo que estaba yo en aquel Marruecos que empezaba a tener un turismo incipiente, y en el que entonces su atraso con respecto a España estaba aún más marcado. Estando en la famosa plaza de Marrakech, de repente vi a Juan Goytisolo que caminaba hacia una casa con un portalón enorme. Como admirador de su obra apresuré el paso para poder saludarlo, y si era posible cambiar algunas palabras con él. Este, percatado de mi persecución aceleró sus pasos y entró en aquel enorme hall en el que lo perdí, pues de él partían unos estrechos callejones en los que me adentré por curiosidad, y allí me desapareció como por arte de magia. Había una pequeña puerta a la entrada a derecha, en la que no entró, pues lo hubiera visto, y otras, a las que recorrido parte del laberinto no había tenido tiempo de llegar. Todo un misterio en medio de aquellos estrechos y oscuros pasillos que no había duda me hacían pensar en qué raros secretos tenían, al tiempo que me amedrentaban, pero no hubiera dejado de escrutarles si no hubiera sido porque ese miedo me hizo sentir temor por Cristina, a la que había dejado en un café en la parte opuesta de la plaza, en un ventanal desde la que yo podía verla, y que al meterme en este laberinto la perdí. Me imaginé que tras el café podía haber otro caserón igual y que podían secuestrarla y perderla. Finalmente la vi que seguía sentada a la mesa, eso sí, con un tío de cada lado asediándola, corrí por esa famosa plaza que se presta a todo menos a las prisas, y cogiéndola en volandas la saqué de allí.
Son varias las veces que esta historia desde entonces me ha brotado en la memoria, recordando las sensaciones que sentí en aquellos enigmáticos, oscuros y asustadizos pasillos, y no he dejado de preguntarme por qué huyó tan deprisa de mí Goytisolo, así cómo pude yo dejar sola a Cristina en aquel mundo tan peligroso para una mujer.
Yo sabía que el autor de Campos de Níjar y Señas de identidad, entre otras muchas obras, pasaba el invierno allí con un hombre, lo cual para mí no objeto de ningún reproche, aunque vistos los laberínticos pasillos donde se alojaba no pude menos de pensar: “hay que ver dónde nos llevan a veces las pasiones”, sin que por eso mermara para mí la admiración de su obra.
Hoy, más o menos medio siglo después, a través de un artículo de Elvira Lindo publicado este fin de semana en El País, titulado Hay que ser mala persona, he venido a saber que aquel hombre con el que vivía se llamaba Amir, y que este se colaba por las noches en el cuarto de su nieta y la violaba. Ella que acudió a su amado abuelo buscando protección, este le aconsejó dejar un asunto que le desbarataría la vida.
Después de esto, creo que el recuerdo que viví en aquellos pasillos se me va a presentar más a menudo, así como los reproches por perder de vista a Cristina yendo tras semejante persona.
Continúa diciendo Elvira Lindo que “Se dice que los escritores suelen ser unos cabrones y que la bondad en el arte suele estar asociada a la mediocridad. Puede que suene a interesante, pero no es más que una falacia, o peor aún, una autojustificación”.
Personalmente, yo que estoy tan lejos de ser un mojigato, no encuentro ninguna justificación, y aunque tengo varias obras suyas entre mis libros, las cuales mirando hoy el estante no son de las que están a la vista, desde luego ya no voy a perder el tiempo en buscarlas y puede que cuando me tope con ellas las mande directas al reciclaje. Hay hechos para mí, que no se justifican con ninguna obra por grande que esta sea, y leído el artículo de Elvira Lindo nunca seré capaz de desligar su obra de esta maldad, ni de los pasillos ubicados en aquel caserón de la plaza de Marrakech, y que sabido esto tienen ya para mí más que curiosidad espanto y mucho de siniestros.
Y es que no hay nada que justifique que los niños sean violentados.