DE SOLEDADES, por José Luis Sánchez-Tosal Pérez
Salgo a caminar, lo hago por el tramo que baja de Sequeros a Las Casas, hoy es parte de una ruta, y que siempre fue el camino natural entre ambos pueblos. El día está gris, algo fresco, y como ya es septiembre y la gente se ha retirado a las ciudades, esto hace que el camino esté vacío de senderistas.
Ando despacio, recreándome en el fresco que tanto echamos de menos días atrás, fijándome en todas sus veredas secundarias, que iban a propiedades antes trabajadas y en las que ahora sólo hay abandono y soledad. Las inmensas paredes que lo forman y limitan, sobre los aterrazamientos hechos, nunca dejan de asombrarme. Qué grandes esfuerzos para h aprovechable el terreno montañoso, y qué final más triste la obra de aquellos hombres, visto el total abandono en que hoy se encuentran. Siempre que camino entre los paredones no puedo menos de pensar que si alguno de ellos levantara hoy la cabeza y viera que todos aquellos esfuerzos han quedado ahora en la nada, no dudo de que su susto podría como poco proporcionarle un infarto.
El bosque, está pues, como yo en él, cargado de soledad, y aún así, él nos regala trozos de una belleza imposible de describir, y eso que por todas partes faltan los arroyos cantarines, de los cuales ya no queda más que las piedras desnudas de los cauces por donde transitaban las aguas. Esto aún hace más sólo al bosque y, cómo no, más vulnerable, pues aunque ahora estuvieran los hombres que lo domesticaron, sería también para ellos más difícil el vivir de ellos y por tanto en ellos.
Vuelvo a lo que me envuelve, pues aún en medio de la gratificante belleza que contiene en colores y estampas, es la soledad que siento en él y en medio de todo lo que el tiempo se llevó, que es la España agraria desaparecida, ciertamente por su escasa rentabilidad, y la miseria que encaraba así como las fatigas que conllevaban sus labores. Lo que no evita una pena enorme de verlo así, aún roturado por los paredones que poco a poco se desmoronan sin que nada ni nadie le dé ya sentido. No puedo menos de humanizarlo y pensar que soledad más enorme sentirá él también al verse siempre sin nadie que extraiga o cuide lo que él ofrece, abandonado a su suerte, que por otro lado no es mucha, pues la amenaza del fuego es ahora para él mayor que nunca. Qué susto, pues, más grande hay en él.
Continuo caminando despacio empapándome con su belleza, su soledad, y sintiéndola en mí, la mía propia y la suya imaginada, como si fuera real, mientras pienso: “ciertamente no era vida fácil la del agricultor de montaña, pero a quiénes les fue peor ¿a aquellos hombres esforzados en medio de esta bella soledad, o a los actuales acosados en las ciudades por el paro, la carestía alimentaria y de vivienda, envuelto todo ello en la soledad rodeada por la deshumanización de las grandes ciudades?”, y todo en medio de la fealdad de los barrios periféricos, donde además allí nada es comestible.
Creo que si me viera en situación extrema de malvivir, me da que elegiría la soledad tan cierta como natural y bella de estos bosque serranos de los que todo el mundo ha huido.