UN DÍA MEMORABLE, por José Luis Sánchez-Tosal Pérez
En estos días pasados el único día que nos dio tregua la lluvia decidí como suele decirse echarme al monte, y busqué el lugar que me parecía más oportuno para hacerlo, la alta Extremadura, concretamente San Martín de Trevejo.
Efectivamente, fue bajar el puerto, y atrás, mejor arriba, había dejado el invierno. Por sus tierras habitaba la primavera, llena de un caluroso sol que iluminaba este precioso pueblo, que para mi tiene siempre un sitio en mi memoria. Pues fue en él, cuando tenía 8 años, donde mis padres me buscaron refugio, en su colegio, entonces del obispado de Ciudad Rodrigo, del drama que se vivía en casa. Los médicos en Salamanca, Madrid y Barcelona habían sentenciado a mi madre, que según todos ellos padecía un cáncer terminal. Y sí, acertaron, se murió, pero eso sí, cuarenta años después.
Siempre que bajo al lugar, revivo aquellos tristes y desolados días, que aunque no me faltara la atención de los frailes, en absoluto se asemejaba al amor de mis padres aunque siempre los recuerdo agradecido. Vuelvo de mi paseo a San Martín con sus campos de olivos, los paredones de sus huertos, los caminos llenos de olores, el fondo montañoso con sus enormes mazas graníticas que parecen querer venirse abajo y pasar todos sus arroyos que bajan con una fuerza con la que provocan un ruido musical casi continuo, rompiendo con este un silencio envuelto en toda clase de olores silvestres.
Salí del olivar, descalzo, rodeando las cristalinas y rápidas aguas de sus arroyos, lo que dejó mis pies y mi persona con sensación de relax, el que no es fácil tener en estos tiempos tan convulsos y confusos. Comí en La Ermita, al lado del convento, con dos fondos. De una parte, el murallón que separa nuestros pueblos salmantinos de Extremadura, con el siempre bello y altivo Jálama presidiéndolo. De otra un casi mar de olivos, que se extiende hasta Portugal. La bella silueta del pueblo y el equilibrado edificio del que fue mi refugio, el convento, cuando los que deberían ser los días azules de la infancia que dijo Machado, para mi estaban quebrados. Y de los que hoy tengo un recuerdo agridulce, bueno por cómo fui tratado, y malo por lo que me tuvo allí.
Luego paseo por el pueblo, que si siempre está bello, este día lo encontré más que nunca. No había casas sin flores, ni calle, dado lo que había llovido, por donde no se oyera el correr alegre del agua. Paseando vi familias relajadas visitándolo, y toda clase de flores y plantas, de las que recuerdo unas blanquísimas calas anunciando la primavera, un brillante acebo rojo, unas margaritas amarillas que parecían rayos de sol. La camelia llena de un esplendor contagioso, las begonias, la fucsia y las blancas acerolas. Todo entre casas altivas que contenían huertos y jardines donde reinaban los limoneros y naranjos compitiendo entre sí por estar más llamativos.
Luego el retorno, la vuelta a casa, eso sí con un día que queda en mi persona como memorable, y que nada me lo puede ya robar. Ni el que ese mismo día nada más subir el puerto ya todo era gris, y con cinco grados menos de temperatura, lo cual me alejaba del día vivido, y era como si presintiera que alguien me decía la oído "esto ya se terminó, acaba de despertar del sueño".
Ahora, de repente, ya estoy en el mundo con sus Trump, Putin y demás imitadores, y con el frío que todo ello conlleva. Pasé ese día, estuve lejos y fuera de él, envuelto en olores primaverales que me daban vibraciones alegres y esperanzadas.
