11 febrero 2024

HUELLAS DE LA MEMORIA (ABUELO PABLO), por José Luis Puerto

José Luis Puerto
HUELLAS DE LA MEMORIA (ABUELO PABLO)
, por José Luis Puerto

    Estos días, al hilo de unos avatares de investigación en torno a un episodio de nuestra llamada ‘edad de plata’, me aparecía una referencia, muy significativa y muy suya, de Miguel de Unamuno: “todos los hombres, por humildes e ignorados que sean, tienen su historia, que es, no solamente la de la propia vida, sino también la de los ascendientes, cuyas almas parecen gravitar sobre nosotros, imponiéndonos por la herencia, unas veces un peso más en la carga de nuestro camino, y otras, las menos, un aligeramiento de la misma”.

    Somos portadores de la historia, sí, de nuestros ascendientes. Y tales palabras me llegaban especialmente, porque, uno de estos días de los inicios de febrero, se cumple el medio siglo (¡ya cincuenta años!) del fallecimiento de mi abuelo materno, de mi abuelo Pablo (Pablo Hernández Martín), uno de los seres decisivos de mi vida, al que no he olvidado ni un solo día desde su fallecimiento y que de continuo aparece en mis intervenciones públicas, así como también en no pocos de mis escritos.

    En ocasiones –como aquí hago–, hemos de descender hacia los territorios de lo particular y de lo íntimo, de lo biográfico personal, para recoger unas brasas que sigan sosteniendo esa llama necesaria, esa luz necesaria, para seguir existiendo en los territorios de la claridad y de un humanismo que nos da sentido.

    Mi abuelo Pablo era –lo sé hoy, y ya desde hace tiempo– un vitalista, un ser entregado a la aventura del existir, sin reserva alguna. Fue un avanzado. Tuvo no sé si la primera, pero una de las primeras camionetas del pueblo. Se dedicó algún año a la explotación de la corcha en Batuecas. Tuvo una prensa de cera. Se dedicó a la venta de embutidos. Tampoco le fue ajena la chalanería…, además de las habituales tareas agrícolas y ganaderas.

    Tenía amigos. Conocí a algunos de ellos. Hombres de distintas localidades de la Sierra de Francia y de fuera de ella. Y, por él, sé del alto valor y de la alta significación de la amistad en la existencia de cualquier ser humano. Cuando yo conocía a algunos de los amigos de mi abuelo Pablo, traducía, casi niño aún, el tratado De amicitia del latino Cicerón, que aún no comprendía del todo en su cabal importancia.

    Era conocedor de la cultura de su propio entorno rural. Practicaba una religión sobria, muy alejada de cualquier beatería. Y, con él, rezaba noche a noche “las oraciones”, que no eran las habituales, sino unas maravillosas historias sagradas, recogidas en los romances.

    Era asmático. Por él, conocí también cómo el hilo de la respiración, así como el de los latidos, es el que nos mantiene vinculados a la vida.

    Lo acompañé en algunos de sus caminos, que, si en un principio eran físicos, luego se me terminaron convirtiendo en metafísicos y simbólicos. Él me llevaba, desde el primer momento, y a lo largo de los cursos iniciales, a Linares de Riofrío, “a estudiar”. Su compañía, su protección, en aquellos viajes sin retorno –pues me llevarían a la aventura de la vida, que nos toca abordar siempre a cada uno desde nuestra particular intemperie–, me daban siempre ánimo, dentro de aquellas incertidumbres.

    La figura de mi abuelo Pablo ha dejado una gran huella en mi memoria y en mi vida. Me sigue ahí acompañando en ese dilatado y, al tiempo, fugaz viaje, que es la vida.

    Estos días, por ello, lo sigo recordando.