RAMOS DE PRIMAVERA, por José Luis Puerto
Todas las culturas, todas las civilizaciones, en todos los continentes, las comunidades humanas han utilizado los árboles y los ramos como elementos presentes en cultos, en ritos y en celebraciones, y siempre con un significado inequívoco de regeneración, de renovación del tiempo, de la vida, de las especies, de los frutos, de los ganados y, claro está, de la especie humana.
Tales manifestaciones de celebraciones, de ritos y de cultos, con la presencia de árboles y de ramos, han sido documentadas y estudiadas tanto por historiadores de las religiones (aquí nos surge, por ejemplo, la figura de Mircea Eliade, entre otros), como por etnógrafos y antropólogos de la talla de J.G. Frazer (‘La rama dorada’ fue un libro que cambió nuestra visión del mundo), o el alemán Wilhelm Mannhardt, en quien tantas veces se apoya, así como varios otros.
Y es muy hermoso todo lo que expresan, documentan, explican y manifiestan. Gracias a todos ellos, así como nuestra observación, ya de años, sabemos que nuestra especie es una especie que celebra, que conmemora, que ritualiza la vida y el tiempo. Y, también, claro está, que mitifica y elabora un imaginario, para dar sentido a su existir.
Los ramos con manifestaciones muy hermosas a través de los que ritualizamos lo sagrado y lo profano, lo festivo y lo laboral. Porque, al hacerlo de este modo, dignificamos nuestro quehacer en el mundo y lo rescatamos de la grisura del tiempo indeterminado, igual y rutinario siempre.
El ramo, en las fiestas religiosas, se manifiesta en todas nuestras tierras en el ciclo navideño, pero también en las demás estaciones. Ahora, el Domingo de Ramos, con ese rito en el que las gentes llevan a bendecir ramos de olivo, o de laurel, con una visualidad tan hermosa, lo que se está celebrando, a través de la cristianización y conmemoración de la entrada de Cristo en Jerusalén, es la llegada de la primavera, del tiempo nuevo, un tiempo nuevo que culmina con la Pascua de Resurrección, o Pascua de Flores, como se llamaba en la edad de oro de nuestra cultura.
Son muy significativos, si seguimos dentro de lo religioso, los ramos en distintas fiestas de advocaciones cristológicas, marianas o hagiográficas. Y, si pasamos al ámbito de lo profano, los ramos de las bodas (hay tantas variedades, según los pueblos y áreas geográficas) son también muy significativos, acompañados de cantares, con un sentido de prosperidad y de generación para la nueva familia que se forma.
No son menos característicos, aunque ya se hayan perdido casi todos, los ramos que aparecían en la finalización de determinadas faenas campesinas, como cuando se terminaba de recoger la aceituna, en invierno; o al finalizar la cava de las viñas; o al acarrear hasta las eras la última carga del cereal. Así como también –y este lo conocerá más gente– el ramo en el tejado (sustituido, a veces, por una bandera) al terminar la edificación de una casa.
Cuántos ramos. Y qué significaciones tan profundas de todos ellos. Mircea Eliade aludía a la importancia de “la función religiosa del árbol, de la vegetación o de los símbolos vegetales en la economía de lo sagrado y en la vida religiosa”, ya que el árbol, el ramo, manifiesta la regeneración periódica, la renovación continua de los seres y de la vida.