EL “PASOTISMO” Y LA JUBILACIÓN DE LA TRISTEZA, por Román Durán Hernández
He estado unos días en Madrid. Estaba cansado de muchas cosas. De escribir a veces de una manera demasiado solemne. De ponerme triste porque Sócrates fuese el primero que habló de la inmortalidad del alma, tan solo unos instantes antes de la muerte; de que las únicas palabras que Jesucristo escribió las hubiera borrado una pequeña ola y de que Descartes hubiese muerto a los cincuenta y tres años. Entonces decidí irme al Zoo a ver a los animales.
Los hombres no tienen naturaleza. Tienen historia, decía Ortega. Los animales -pensaba yo- no tienen historia. Tienen naturaleza. Y nosotros tenemos nuestra historia, la nuestra y la de los otros, la de los demás, enredándose con la nuestra. Vivimos en medio de un torbellino de historias personales que otros van construyendo a nuestro lado. ¡Qué incómodo es vivir sumido en un revoltijo de historias propias o ajenas, que realizamos o que otros realizan a cuenta nuestra!
Los
animales me miraban indiferentes. Como yo a ellos. A mí no me gustan
demasiado los animales. Y supongo que ellos me correspondían en la
misma medida, negativamente. Cuando empecé a contemplarlos en el Zoo
descubrí que me miraban sin verme. No sabían aquello que yo era:
acaso una cosa más del paisaje, un trozo de piedra o un vegetal. Yo
no les interesaba nada. Porque la naturaleza animal -aparte del sexo
y la comida-
es el sumo desinterés. El interés consiste en reclamar, en exigir,
en buscar algo o robarlo. El hombre vive en una sociedad de intereses
encontrados, de exigencias recíprocas –de ahí el código penal-.
Todos vivimos entre códigos, cercados de leyes, de preceptos, de
prohibiciones, de normas que acotan y señalan las vías admitidas,
por las que otros nos dejan caminar.
Por eso me fui al Zoo. Y acerté en ir en la época y en la hora en que los animales se hallaban en su momento de mínimo interés vital. No era uno de los meses de celo, ni la hora de la comida. Y así pudimos vernos. Ellos sin “encontrarme”; yo tratando de encontrar en ellos algo que hace tiempo he perdido: el ejempl0 de su indiferencia.
Paseando llegué a un sitio acotado, donde había un luminoso revoloteo de palomas. Un viejo y un muchacho estaban allí, sentados en un banco, casi envueltos tras aquel revuelo de blancura. Traté de identificarlos. Me di cuenta de que no se conocían. El viejo era, por su aspecto, acaso un reciente jubilado. El joven tenía algo de alegre, de sencillo y de indiferente a la vejez. Quiero decir que era un “pasota”. Me han interesado mucho el fenómeno del “pasotismo” que ha llegado a identificarse con la “epoge” griega. Me atrae poderosamente la figura del que todo le importa tan poco que no quiere comprometerse con los criterios o con las realidades que otros le ofrecen ya elaborados.
El que pasa de las cosas tiene valentía –imperdonable para la sociedad burguesa- de intentar hacer lo que le gusta. Y lo que de verdad le gusta hacer a los jóvenes es… no hacer nada. No tener obligaciones, horarios fijos, relojes con fichas a la entrada de la oficina. El “pasota”, a fuerza de no querer nada, no quiere ni dinero, sólo le importa lo más caro del mundo, lo más peligroso y lo más inalcanzable: la libertad.
Él aspira a ser dueño del tiempo. Amo de la mayor riqueza de la tierra. Propietario inexpropiable de años y días. Para hacer lo que quiera de ellos. Para usar y abusar de sus horas, llenándolas de cosas irrealizables de sueños e ilusiones, o rompiéndolas en la nada. Y resistirse a todas la solicitaciones con que el mundo le cerca para cogerlo en su rueda material en la gran máquina del progreso industrial, como a Charlot en una de las secuencias más geniales de “Tiempos podernos”.
El “pasota” es un jubilado a priori. Está de vuelta de todo a lo que no ha ido nunca. Desprecia una vida que desconoce. Por eso aquel joven hacía una buena pareja con aquel otro “pasota” viejo, de las palomas y de la jubilación. Porque, el que de verdad, está a punto de acabar en gran viaje de su vida se da cuenta de que le han caído en el vacío las mejores horas de sus antiguos y olvidados calendarios. De que la existencia se le ha escapado de las manos como bajo un soplo de viento. Que ha perdido miles de mañanas de sol para pasear por el campo, para inundar su alma de la belleza de la luz de un atardecer junto al mar, para mirar pasar las nubes y, pensando serenamente en Dios, reírse de los que corren detrás de un autobús, de una jefatura de negociado o de una cartera de Ministro. Y allí se encontraban, tan felices, sin hablarse, sin conocerse aquellos dos pasotas. Cercados de palomas que acudían a sus manos, se les subían a los hombros, a la cabeza, atraídas por el encanto de unos granos de maíz.
No he visto, desde hace mucho tiempo, dos seres humanos tan felices como aquellos. Habían tomado lo mejor de la vida. Uno, demasiado tarde. El otro, a su debido tiempo. Pero a los dos se les descubría el júbilo de haberse jubilado de la tristeza. Habían conquistado un tiempo del que no tenían que dar cuenta a nadie. Habían alcanzado la cumbre del señorío humano. No tenían jefes… Tenían… palomas.
Cuando se cansaron, cada uno de ellos se fue por un camino distinto. Al alejarse el joven miró al viejo y le dijo adiós. El viejo le contestó silenciosamente, con una mirada de quien está en el secreto.
Hacía una mañana gris, como de invierno. Unas nubes negras oscurecían el horizonte; mientras, las palomas parecían entristecerse con la marcha de los “pasotas”.