LOS SEÑORES COMISIONADOS, por Román Durán Hernández
Aprovechando las dulzuras del verano, coincidiendo por lo menos con ellas, un crecido número de ciudades españolas han enviado a Madrid comisiones para la solución de heterogéneos asuntos. La abundancia de viajeros con misión oficial es tan grande, que obliga a reconocer el prestigio de que aún goza esa vieja manera de perder el tiempo. Así lo ha entendido nuestra ciudad, y la Plataforma de Salud ha querido mostrarnos la transparente psicología de esos microorganismos de vida tan efímera como inútil.
Un día, la Plataforma descubrió que su expansión estaba en la autovía, el hospital… y dijo: manos a la obra.
Algunas cartas cruzadas con el diputado no han tenido una contestación categórica o no han dado el fruto apetecido. Entonces se conviene en alguna sesión solemne la apremiante necesidad de ir a Madrid; se hace una colecta para los gastos. Tres o cuatro señores, radiantes, realizan el sacrificio de meterse en el tren y ponerse en camino para la corte. Se colocan sus levitas de modo fantástico, tanto tiempo en sosiego en la placidez provinciana, y estrechan la mano de las gentes que han acudido a despedirlos. Tienen un gesto decidido y jurarían todos en aquel momento que la felicidad de la Ciudad va entre sus manos pecadoras, y que su empresa tiene una resonancia que la que llevó a unos héroes al inexpugnable jardín de las hespérides.
El jefe de la comisión, generalmente un ex alcalde o un candidato a la alcaldía, no ha creído de más prometer desde la ventanilla del vagón:
¡O traemos el Hospital o me voy para casa!
Desde aquel día los periódicos de la localidad abre una sección nueva: “Nuestra Comisión en Madrid”. Por regla general, el primer telegrama contiene la sensacional noticia de que los expedicionarios llegaron bien y se han hospedado en un buen hotel.
La labor de los comisionados comienza a realizarse, agotadora, al día siguiente. Los comisionados visitan al director general que tiene jurisdicción en el asunto, e incluso al ministro, para el que llevan una recomendación. Algún periódico de Madrid reproduce sus lamentaciones en un suelto que se titula: “Una ciudad en el olvido”; otro, fotografía a los comisionados al visitar la casa de fieras o viendo caer la bola de gobernación.
El ministro, hombre habituado a estas maneras de solicitar, ha tenido la habilidad de aprenderse los nombres de los comisionados y en algún caso los apodos, y en la segunda entrevista los saluda con cierta familiaridad encantadora:
- Hola Ruiz Pérez. Qué tal, señor Pescadero? ¿Gusta Madrid? - Oh, ya lo conocía! Estuve aquí con otra comisión.
Al fin, en la ciudad, donde sus pasos son seguidos ansiosamente, se recibe el último telegrama optimista:
“El ministro ha prometido…” “Los próximos presupuestos…” La ciudad arde de júbilo. Los comisionados emprenden el regreso y, como el Correo llega muy de mañana a la ciudad, se apean en cualquier estación inmediata para entrar en el mixto a media tarde, cuando la apoteosis puede ser más brillante.
Después, el Ayuntamiento le prepara un lunch en Barrigana; se pronuncian discursos, se vacían los sacos de promesas, que no se ven nunca exhaustos. La autovía, el hospital, el matadero… ¡una locura! El presidente, al fin, desmontando sus gafas de oro, dejará sus notas sobre la mesa y limpiará sus lentes diciendo:
- El pueblo dirá, señores, si hemos cumplido nuestro deber. Y más tarde, asomado al balcón de su casa, no podrá resistir a la tentación de recomendar que se disuelvan en orden los grupos que le han acompañado, vitoreándole.
Luego… pasará un año, y en los presupuestos no habrá consignación para el hospital, ni para la autovía, y de todo aquello no quedará más que un número del ABC, cuidadosamente guardado, donde aparece los comisionados en una fotografía borrosa, y el recuerde de Ruiz Pérez o del Pescadero, que recordarán en el casino, después de una partida de mus:
- Pues esta muela me la orifique en Madrid cuando lo de la comisión…
Y pasados dos años, una nueva representación popular saldrá para la corte.
NOTA: Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.