VER Y SENTIR, por José Luis Sánchez-Tosal Pérez
Hace un fresco tan limpio y natural esta última tarde que estamos en la Sierra de Francia, que parece como si nada estuviera sucediendo con el cambio climático. Esto crea aún más nostalgia, de la que ya provoca el pasar de los años, y que se siempre se reanima aún más cuando es un fin de ciclo veraniego, como lo es el dejar la casa de verano para volver a la residencia habitual, aunque ahora climatológicamente el verano se prolongue mucho más.
Sentado en el parque, veo irse la luz de la tarde al encuentro con la noche, lo hace con lentitud y de manera plácida, como si no quisiera hacer notar su pronta ausencia. Por cierto ¿quién sabe cuándo se hace de noche y de día? Mientras, yo miro sintiendo el entorno, en él, ahora los pájaros montan el último alboroto del día, ese que provocan al aposentarse en el sitio donde dormitan. Las chicharras compiten en griterío con los niños, mientras sus madres pasean relajadas el parque, y noto que al entorno este año sólo le ha faltado la presencia de las luciérnagas que siempre había en los paredones, y a las que según mis amigos los ecologistas de Asenavis el cambio climatológico las está diezmando.
Como decía al comienzo lo que no falta es la nostalgia de sentir el fin de los días de verano, y con ello el pasar del tiempo, ese que es el único valor real que tenemos, y que a cierta edad corre ante nosotros como agua por corriente descendiente.
Mientras los árboles se acunan en y con el aire, los chavales siguen correteando incansables, las madres no para de hablar entre ellas y los viejos del lugar están callados y sentados juntos en un banco mirando al infinito.
Llegan los ruidos del pueblo cercano que le toca estar de fiesta, mientras la luz se va y ya no es posible leer, cuando a mí me gustaría hacer eterno el estar en este momento pues ya me desasosiega el pensar que mañana tendré que dedicar gran parte del día a recoger y cargar en la furgo todo lo que se necesita para estar en otra casa, y lo que más me apena es que devolveré a mis nietos a sus padres, cosa que ellos están ya deseando. Han crecido y enguapado, como sólo se hace en esos años de infancia, mientras me consuelo con saber que una vez más les hemos dado un verano feliz y me encojo al pensar cuántos más podremos hacerlo.
Estoy ya en el crepúsculo y el parque se queda ya casi sin ruidos, y tanto él como yo más solos. De su soledad no sé qué decir, de la mía, es que esta noche es tan nostálgica como feliz, y al mismo tiempo inquieta por saber que mañana será ya un año menos de estar en la vida, y uno más de levantar el campamento de la placidez que vivo en este Sequeros ya muy mío en el que he gozado en estos días haciendo nada más y nada menos que ver y sentir.