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11 febrero 2023

LA COLADA, por Víctor Esteban

LA COLADA, por Víctor Esteban

La calle que me vio crecer, en la que comencé a corretear, y en la que me caí y me levanté por primera vez es una calle empinada que descendía a otra aún más inclinada todavía; hecho este que, ahora que lo pienso, no sé si puede llegar a condicionar el carácter de alguien o a estigmatizarlo de alguna forma. El caso es que la calle de la que les hablo comenzaba a ser por aquel entonces muy bulliciosa, llena de actividad comercial y con una creciente tendencia a la presencia de establecimientos nocturnos de vida social; es decir bares de copas y alterne y discotecas. Así, por aquellos años setenta se mezclaban en aquella rúa el pequeño comercio de ultramarinos de la Sra. Santiaga, la pescadería de mis tíos, la tapicería de mi padre, una churrería un poco más abajo, y el bar del Lanchas en el que las noches de los fines de semana se congregaba el ambiente más alcohólico y festivo del momento. En los veranos, la calle por la noche comenzó a ser un hervidero de gente cerveza en mano, que se acompañaba con el característico huevo cocido que el Lanchas ofrecía como sello de la casa.

Yo aquello lo vivía desde el desconocimiento infantil de mis apenas diez años y de forma natural contemplé como poco a poco fueron creciendo los bares y garitos de todo estilo, ajustados a los ambientes más diversos. Así surgieron el Gotland, de carácter más exquisito, y otros que parecían anquilosados y adormilados, como el Charro, fueron despertando hacía el mundo nocturno que se abría paso en aquel vial empinado. El alcohol y las drogas comenzaron a correr y la calle se convirtió en un punto de encuentro de lo que podríamos llegar a considerar la “movida mirobrigense”. Llegaron los ochenta y poco a poco los pequeños establecimientos comerciales existentes fueron cediendo paso a más bares y locales nocturnos animados por la tendencia creciente.

Pasear por allí por la noche parecía una fiesta continua. Los tugurios estaban abarrotados y con el tiempo aquel imberbe crio que uno era fue creciendo hacía la adolescencia y fue dando pasos para sumergirse en aquel mundo nocturno juvenil y efervescente y entrar en sus puertas con derecho a ser uno más de la fiesta.

Hoy en día vuelvo a pasear por aquellas subidas agotadoras que antes cansaban menos y que ahora me hacen resoplar y compruebo la decadencia de lo que fue con cierta melancolía y tristeza. Todos aquellos antros y anteriormente comercios presentan sus puertas cerradas decorados con sus carteles de “se vende”, esperando que algún nostálgico del pasado confíe en ellos y en que los fantasmas que quedaron atrapados entre sus muros en aquellas noches de agosto todavía puedan resurgir de sus cenizas y volver a darles vida. La discoteca Amayuelas, El 18, el Casablanca, la sala de juegos, y otros cuantos duermen hoy en día el sueño del olvido, aunque entre sus polvorientos muros se guarde todavía el eco de la música sonar sin parar entre juegos de amor, charlas sobre la barra, risas y bailes.

Supongo que ya saben ustedes que les estoy hablando de La Colada

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