TODO ES SÍMBOLO, por José Luis Puerto
Llega la primavera. Estamos entrando en sus dominios. La floración de los árboles es una de sus más bellas manifestaciones. Comienza a manifestarse la vida. El murmullo del agua de los arroyos y pequeños cauces nos deleita y riega los prados. Todo se despereza. Todo resurge. La vida se viste con los ropajes de la claridad. Recordemos, por ejemplo, su representación plástica por Sandro Botticelli.
Y, para entender el prodigio de esta estación naciente, dentro del tiempo cíclico, hemos de recurrir a la memoria, al paraíso de la niñez. Surgen los ramos de hoja perenne: los de laurel, ese árbol clásico, sereno y apolíneo, y el olivo, otro árbol no menos clásico y mediterráneo, que, con su verde plateado y la delgadez de sus hojas, adquiere una muy sobria elegancia.
Y surge, para que los ramos tengan toda su prestancia y su valor simbólico, el Domingo de Ramos. Las gentes que, con sus ramos, sacralizados por la bendición, salen a recibir al Dios Hombre, que habrá de padecer y morir, para luego resucitar. Es el paso del invierno a la primavera; del tiempo viejo al tiempo nuevo.
De ahí esos emblemas de renovación de la luz y del agua, que, estos días, aparecerán en los ritos litúrgicos. Porque todo tiene significaciones profundas. Todo es símbolo. Todo nos lleva a una melodía que, en nuestra cultura, ha recorrido desde la antigüedad la vía mediterránea, para llegar hasta nosotros.
Y, en el rito del Domingo de Ramos, ese temblor de los ramos, movidos por quienes los empuñan y elevan hacia la luz, nos ha conmovido siempre, ya desde la niñez. De ahí que se hayan convertido para nosotros en ramos de la memoria.
Como también nos han conmovido y nos siguen conmoviendo esas figuras de hombres, casi siempre, pero también de mujeres, que, en el mundo rural, vemos llegar hasta el pueblo desde el campo, con un haz de hierbas o de plantas en la mano. Porque siempre hemos visto en ese haz vegetal un atributo de esa conexión –que, ay, hemos perdido– del ser humano con la naturaleza y con el cosmos.
Son esas figuras –ese hombre con el haz de hierbas en la mano, llevado hacia abajo– tipos que podrían transitar por las páginas de Azorín. Son emblemas mediterráneos, solares, arquetipos de una civilización –la cristiana, la clásica, así como de la síntesis que ha elaborado Europa de ellas– que ha puesto su acento en el humanismo, en la necesidad de humanizar y de humanizarnos, así como también en la sacralidad del ser humano.
Y, también, en estos días, esos ramos de hojas perennes, ya sean de laurel o ya de olivo, que hacemos vibrar, cogidos con nuestras manos empuñadas, son un símbolo de luz, de permanencia, de esa vinculación de lo sagrado con lo profano, de lo humano con lo divino.
Aspectos todos ellos que ha ido subrayando nuestra civilización y nuestra cultura a lo largo de los siglos, a lo largo de la historia.
De
ahí que, en estos días, si perdemos tal perspectiva y nos
entregamos a ese caos turístico que nos sumerge en la vulgaridad y
en la trivialidad, no estemos estando a la altura de esos valores de
civilización que nos corresponden, y no estemos entendiendo nada.