UNAS VIOLETAS DE MARZO, por José Luis Puerto - Ateneo Virtual Mirobrigense – Ciudad Rodrigo
UNAS VIOLETAS DE MARZO, por José Luis Puerto ¿Y
por qué no descender a las cosas menudas, a aquello que pasa
desapercibido, pero en donde se encuentran una belleza y un consuelo
que nos apaciguan, que nos dan sentido, que nos curan –si ello
fuera posible– esa herida del existir?
Sí,
descendamos, miremos el mundo en torno, estos días en que la
primavera comienza a dictar su melodía, esa canción de nuevas
luces, de colores, de aromas deliciosos, de floraciones de árboles y
de plantas, que se volverán exuberantes con los soles, tras tantas
jornadas de lluvia.
Y
descendamos a una de las flores más humildes: las violetas.
Prestémosles alguna atención; advirtamos en su pequeñez, pero
también en sus formas logradas, en los contrastes de verdes y
morados, en sus aromas minúsculos y embriagantes, una de las
maravillas de la creación, ahí, a nuestro alcance, pese a que nos
pasen desapercibidas.
Porque
encima aparecen como silenciosas y hasta acobardadas, en lugares
semiescondidos, en rincones no fáciles de descubrir, entre una
hierba cuya altura las sobrepasa y, encima, como tapadas por hojas
secas del anterior otoño.
Nuestra
madre decía que las violetas cogían su virtud por San José y que
la perdían por la Encarnación (o Anunciación). Esto es, se
mostraban con todo su fulgor durante un breve tiempo (verdadera
metáfora o símbolo de la vida), desde el 19 hasta el 25 de marzo.
No
es extraño que determinados poetas se hayan fijado en las
minúsculas, en las humildes, en las hermosas violetas, por la alta
significación que transmiten, así como por su carácter tan
evocador, para entonar un canto de celebración –a veces, también,
con aspectos críticos y amargos– del mundo.
Así,
el poeta berciano Enrique Gil y Carrasco le puso el título de “La
violeta” a uno de sus más hermosos poemas, en el que, dirigiéndose
a la propia flor, viene a pedirle que transmute en alegría su triste
canto (“Flor deliciosa en la memoria mía, / Ven mi triste laúd a
coronar, / Y volverán las trovas de alegría / En sus ecos tal vez
a resonar.”).
La
contemplación de la violeta provoca en nuestro lírico una sensación
consoladora de alivio (“¡Qué de consuelos a mi pena diste / Con
tu calma y tu dulce lobreguez, / Cuando la mente imaginaba triste /
El negro porvenir de la vejez!”).
Y
se imagina el poeta a esa amada (esa “virgen de los valles”)
yendo a su tumba a depositar unas violetas (“Irá a cortar la
humilde violeta / Y la pondrá en su seno con dolor, / Y llorando
dirá: “¡Pobre poeta! / ¡Ya está callada el arpa del amor!”).
O
Luis Cernuda, quien, en 1937, en que se celebraba el centenario de la
muerte de Mariano José de Larra, escribió ese poema
significativamente titulado “A Larra con unas violetas”
(perteneciente a su libro ‘Las nubes’, 1940), en el que ofrece a
nuestro escritor romántico “Algunas violetas, / Y es grato así
dejarlas, / Frescas entre la niebla, / Con la alegría de una menuda
cosa pura / Que rescatara aquel dolor antiguo.”
¿Cuál
es el “dolor antiguo” al que el poeta se refiere? Larra había
dicho que “escribir en España es llorar”, a lo que Cernuda,
dando un paso más, afirma: “Escribir en España no es llorar, es
morir”. Este es el “dolor antiguo”.
Pero
el poeta, como cantor, se sobrepone y termina enunciando el alto
destino del canto, como palabra de la tribu, como palabra para todos:
“Es breve la palabra como el canto de un pájaro, / Mas un claro
jirón puede prenderse en ella / De embriaguez, pasión, belleza
fugitivas, / Y subir, ángel vigía que atestigua del hombre., / Allá
hasta la región celeste e impasible.”
Sí,
de vez en cuando, hemos de descender, desde esa actualidad de ruido y
furia, hacia estos otros territorios más consoladores, y más
verdaderos, de lo callado, de lo pequeño, de lo humilde…, que es
la materia de la que estamos hechos en realidad.