LA PROTECCIÓN DE LOS BOSQUES, por José Luis Puerto
Todo este último tiempo, marcado por constantes y devastadoras olas de calor, por noches tropicales cuando no tórridas, que parecen estar cambiando, para mal, la realidad climática de nuestro país, escuchamos de continuo utilizar un sintagma que se está poniendo sobre el tapete social: refugio climático.
Una pradera con chopos, junto al leonés río Torío, en la que hay mesas para sentarse y departir tranquilamente, en medio del frescor de una vegetación de ribera, con paleras, chopos, álamos, arbustos de todo tipo, sebes o paredes vegetales vivas, es, de repente, un refugio climático.
Cuando, circunvalando La Alberca, por la Carretera Nueva, contemplamos ese enorme valle que va desde la Sierra de La Alberca hasta las Quilamas o Sierra Mayor, nos damos cuenta de que hay una privilegiadísima vegetación conformada por un tapiz de miles y miles de árboles, caducifolios por lo general.
Y, al tiempo, escuchamos que España es el tercer país de Europa con mayor masa boscosa. Es algo que, en el fondo, nos protege, en muchos sentidos, entre otros el de conformar un pulmón ecológico que es fuente de vida. Pero no cesan los incendios. Y, además, creemos que en nuestro país faltan políticas de protección de los bosques.
Proteger los bosques requiere cuidarlos, limpiarlos, habitarlos –cada caso puede ser diferente– con rebaños de ganados que los aseen al tiempo que los pastan y ramonean. Requiere una compleja labor de mantenimiento que es muy necesaria y que requiere una planificación y una labor de gobiernos (municipales, autonómicos, estatales) que hagan posible la preservación y mantenimiento de los bosques.
Bosques –tanto caducifolios, como perennifolios, que de todo tipo hay en nuestro país– que son una fuente de salud, como también de economía, de ecología equilibrada, de paisaje, de disfrute y que se trata de un recurso que en España es abundante.
Pero hay que tener conciencia de ello y de su importancia. Frente a tantas piromanías de todo tipo que, por desgracia, crispan nuestra vida pública y debilitan una convivencia sana.
Aunque se trate de una obra muy conocida y publicitada ya, eso sí, de un escritor francés digno de frecuentar, estaría bien que releyéramos, con los niños y adolescentes, esa deliciosa historia de ‘El hombre que plantaba árboles’, de Jean Giono. Y, ¿por qué no?, también, con nuestros pequeños y de este mismo autor, podíamos leer ‘El niño que soñaba con el infinito’; un emotivo relato de árboles, pájaros, naturaleza… y del ser humano en medio de ese cosmos, que siempre es misterio y armonía.
Pero –y son sugerencias para leer en el verano– también podíamos viajar a Italia, en busca de ese fascinante escritor que fuera Dino Buzzati (autor de esa bellísima y enigmática novela de ‘El desierto de los tártaros’), y leer, ya que estamos hablando de bosques, ‘El secreto del bosque viejo’ (1935), traducido a nuestro idioma. O, en fin, siguiendo con los bosques, ¿cómo dejar para atrás ‘El bosque animado’, esa poética historia desarrollada en la fraga galaica, que creara Wenceslao Fernández Flórez?
Tampoco, claro está, podríamos olvidar la poesía. El canto que cierra uno de los más hermosos poemarios de Antonio Colinas, ‘Noche más allá de la noche’ (1983), comienza con este hermoso verso: “Me he sentado en el centro del bosque a respirar”. Porque, situarse en el centro del bosque es hacerlo en el centro del mundo, ese ‘axis mundi’ de que hablara Mircea Eliade. Y, para acceder a ese centro, donde somos y existimos en plenitud, hay que respetar lo otro (la naturaleza, el bosque, la tierra) y a los otros (nadie ha de ser objeto de expulsión de ningún lugar de ese bosque sagrado que a todos nos pertenece).
Leamos, caminemos, adentrémonos hasta el corazón del bosque, verdadero corazón de la vida, con sus extraordinarios simbolismos. Porque solo cuando nos cultivamos ensanchamos el territorio de la humanidad de todos.