SIN ÉTICA NI ESTÉTICA (XXX): DESCUBRIDORES E INVESTIGADORES DE “LA PIEDRA DE ROBLEDA”, por Ángel Iglesias Ovejero
Hace unos días, en una conversación informal, se quejaba un descubridor (aunque puede haber varios) de “la piedra de Robleda” de la falta de reconocimiento por parte de algunos investigadores, que, por así decir, se apuntaron el tanto en exclusiva. Estuve por darle la razón, pero sin duda hay que matizar la naturaleza del hecho, del objeto y de su destino. A primera vista, en el uso habitual de la lengua española, siguiendo el diccionario académico (DLE), el significado de descubrir (‘manifestar’, ‘destapar’, ‘hallar lo que estaba oculto o ignorado’, ‘registrar o alcanzar a ver’, ‘venir en conocimiento de algo que se ignoraba’, ‘quitarse el sombrero, etc.’, ‘darse a conocer una persona’) no se confunde con el de investigar (‘indagar para descubrir algo’, ‘indagar para aclarar la conducta de ciertas personas sospechosas de actuar ilegalmente’, ‘realizar actividades intelectuales y experimentales de modo sistemático con el propósito de aumentar el conocimiento sobre una materia’). En otros usos menos modélicos, la parasinonimia de un verbo interfiere en la del otro. En principio, la actividad del descubridor consiste en el hallazgo de algo novedoso o desconocido, pero ya existente, mientras que la del investigador reside en la búsqueda sistemática de conocimiento para crear o clasificar el saber, mediante recolección, análisis y evaluación. Puede parecer que el descubridor tiene menos mérito, por ser fruto del azar su hallazgo, pero este factor también se da en la investigación, que a veces no llega a ninguna parte y otras descubre lo que no se buscaba, o por no estar al corriente, descubre lo que ya estaba descubierto (inventar la pólvora, descubrir el Mediterráneo). De entrada, en el caso de “la piedra de Robleda” el investigador es tributario del descubridor, como el historiador o el lingüista pueden serlo del informante (cuya aportación, eventualmente, queda reducida por una encuesta demasiado directa o ceñida a lo que ya en parte es sabido).
Los “descubridores” de este monumento monolítico serían, entre otros, algún pastor ocupado cerca de la Majá del Peluju (como Agustín Ovejero Calvo) y transeúntes del Caminu de los Serranus, que bordea por el norte las estribaciones montañosas de la Sierra de Gata y desde el Puerto Nuevo comunica el Valdárrago (Cáceres) con Villasrubias, donde confluía con el camino (y después carretera) que, por el Puerto de Perales, llevaba a Coria, y también recibía el tránsito entre el pueblo de Gata (Cáceres) y Peñaparda (Sal.), por el Puerto de Castilla. En el arreglo del tramo entre la Cruz Mojosa y la Vega la Aldegüela (término de Robleda), una máquina descubrió el casi objeto mágico en el paraje denominado la Choza del Fraili, cerca de un regato, sito en el Pinal de Descargamaría, que en los conflictos administrativos del s. xix había sido asignado a este pueblo extremeño (y por ello las autoridades de dicho pueblo también reclamaron el monumento). Allí lo encontró y recogió Juan Sánchez Calvo, intrigado por los grafismos del “picoteado”. Según su testimonio, avisó a las instancias competentes de la Junta de Castilla y León, en cuyo nombre responsables del Departamento de Arqueología e Historia Antigua de la Universidad de Salamanca y la autoridad museística (hoy.es/20091217/local/caceres-salamanca), quienes el sábado 29 de noviembre de 2009 se presentarían en la plaza de Robleda, con un camión, para el traslado de “la Piedra” al Museo Arqueológico de Salamanca, conforme a la legislación vigente. La comitiva forastera, descontada la hipérbole, fue acogida con similares agasajos a los que recibió el comendador Fernando Gómez de Guzmán en Fuenteovejuna, cuando los vasallos se amotinaron contra él, pero la sangre no llegó al arroyo en esta ocasión. Sin embargo, algunos robledanos que, con el alcalde de la localidad al frente, se oponían a la salida del apreciado hallazgo, acudieron con equipamiento de cazadores, según dicen, y consiguieron evitar el presunto despojo. Dicha autoridad argumentó su decisión con la promesa de un museo de folclore, que difícilmente podría cumplir, pues la biblioteca no funciona, por falta de personal, y los libros, incluidas nuestras donaciones, no se sabe adónde han ido a parar.
Todo esto sucedía cuando nosotros residíamos eventualmente en Robleda, pero ocupados en prestaciones académicas en Barcelona (Universidad Central y Universidad Autónoma), no fuimos testigos de estos avatares. Juan Tomás Muñoz los describe en El Adelanto (04/12/2009). Allí se hace eco de las teorías de los investigadores, especializados en la arqueología, que describen el hallazgo como estela funeraria de la Edad del Bronce en la Península Ibérica (en el ii milenio a. C., aproximadamente). J. I. Martín Benito la identifica con el tipo de “estela extremeña”, pero supone un replanteamiento geográfico, al norte del Sistema Central, aunque con afinidades con las de sur, concretamente con la que existe en San Martín de Trevejo (Carnaval, 2010, 339-342). Ignoramos la semejanza que pueda tener con “la estela de guerrero” hallada en el citado pueblo cacereño de Descargamaría, lo que prueba la densidad de vestigios prehistóricos de aquella edad remota en estos lugares serragatinos, pues, sin ir más lejos, el médico y erudito (además de amigo nuestro) Julio Rodríguez-Calvarro encontró “el ídolo diademado” (en 1973), oculto en El Bardal, ubicado en el comarcano Robledillo de Gata (https://eltrapezio.eu/es/espanol/historia-e-historias-de-proximidad-en-la-raya-robledillo-de-valdarrago_31925.html).
Los “descubridores” de Robleda ya habían visto los elementos característicos de dichas estelas, que analiza el citado J. I. Martín Benito: el escudo central, la espada debajo, un presumible espejo en la parte superior, entre este y el escudo, y una lanza; todos ellos en disposición horizontal. La grabación se ha efectuado mediante surco sobre pizarra. Al escudo del susodicho tipo se le ha atribuido origen oriental, mediterráneo, extendido por la Península Ibérica en los últimos tiempos de la Edad del Bronce. De los otros atributos iconográficos se deduce que formaría parte de la panoplia del guerrero, señaladas en el sudoeste peninsular en relación con la cultura tartésica por Celestino Pérez (1990). Globalmente, en este sentido abunda el artículo de J. Luis de Francisco, publicado diez años más tarde: “Consideraciones a la estela de Robleda: símbolo de una cultura, frontera de un pueblo” (Estudios Mirobrigenses, nº 6, 27-64). Además de los copiosos aportes a los antecedentes en los territorios aledaños (entre El Sahugo y Robledillo), el detallado análisis descriptivo e interpretativo, así como la comparación con otros sitios, llaman nuestra atención los lapidarios enunciados del primer párrafo de la conclusión (p. 56):
“Las estelas son el referente de un “Pueblo”. A través de ellas se delimita un espacio de absoluto control, poniendo de manifiesto el valor de la tierra, ya que proporciona todos los recursos necesarios para prosperar y sobrevivir a los grupos que en ella habitan. Las élites que los dirigen refuerzan su posición de control social y territorial, encargándose de la redistribución de la riqueza y afianzando unas relaciones comerciales con otras culturas, tanto en el interior de la Península como de ámbito atlántico y mediterráneo”.
Si bien se mira, el mundo no ha cambiado tanto. No hace mucho nosotros mismos hablábamos de los señores de la tierra, terratenientes causantes (no todos) de muertes y estragos sin cuento en el entorno mirobrigense. Hoy, en la globalización consumista, las élites son mundiales, y los señores de la Tierra tienen imperios comerciales y militares, montados en una ideología adecuada a sus objetivos. ¿No será que, a fuerza de progresar tanto, estamos volviendo a un mundo donde impera la fuerza de los más brutos, sin ética ni estética? Los ejemplos a la vista están, más palpables que nunca.
De momento, todavía tenemos el remedio del pataleo y la contestación, la manifestación cívica contra aquello que no podemos aprobar. Por ello nos desplazamos a la que hubo en Madrid (5 oct. 2025) bajo el lema Salvemos el campo agredido, que no tuvo gran eco entre la gente de por aquí (v. XXIX). A los más viejos quizá les haga sonreír su analogía con el parecido con aquel grito que, durante la Guerra Civil, en la retaguardia franquista pretendía estimular la economía agropecuaria, y servía de cachondeo en los saludos (¿Qué tal? –Bien. ¡Viva el campo!).
A la vuelta a nuestros lares, nos preguntamos qué hallarán los aspirantes a descubridores en “la mina de Villasrubias” (a la que se opone la “Plataforma Rebollar Vivo”) y qué teorías formalizarán los investigadores que analicen esta inquietante aventura. Quienes sigan mirando los toros desde la barrera lo experimentarán, y es de esperar que no les afecte demasiado la falta de habitabilidad y el vaciado rural, para no tener que gritar aquello del único soldado sobreviviente en el combate perdido: ¡En pie los muertos!