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17 junio 2025

SIN ÉTICA NI ESTÉTICA (XIX): BENDITA SEA LA INOCENCIA Y EL AMOR EPISTOLAR, por Ángel Iglesias Ovejero

SIN ÉTICA NI ESTÉTICA (XIX): BENDITA SEA LA INOCENCIA Y EL AMOR EPISTOLAR, por Ángel Iglesias Ovejero - Ateneo Virtual Mirobrigense – Ciudad Rodrigo

Ángel Iglesias Ovejero
SIN ÉTICA NI ESTÉTICA (XIX): BENDITA SEA LA INOCENCIA Y EL AMOR EPISTOLAR, por Ángel Iglesias Ovejero

Entre mis personajes preferidos de carne y hueso ocupa un lugar especial el Poeta del Bardal. Él prefería llamarse y que lo llamaran así, cuando lo conocí, en el verano de 1974. Era natural y vecino de Navasfrías, donde cohabitaba con una hermana y un hermano, formando una trilogía de solteros, en una vivienda típica, como casi todas allí por entonces, con soluciones terciadas, entre serragatinas, salmantinas y portuguesas. Estaban a juego, se diría, con el hibridismo lingüístico de la modalidad vernácula, con un tercio de rebollanismo, otro de lusismo y lo demás de castellanismo. El Poeta del Bardal principalmente practicaba el poliglotismo para la especulación etimológica, que viene a ser a la Lingüística moderna lo que la Magia a la Alquimia o la Medicina.

Personalmente, había ido allí para buscar materiales con que elaborar una tesis de Dialectología, y el citado personaje me los ofreció en abundancia, no solo tradicionales, sino originales y novedosos. Tuve la osadía de mencionarlo cuando se efectuó la lectura de aquella prueba académica (Madrid / Complutense, 1976), lo cual estuvo a pique de causarme un disgusto. El nombre artístico aparecía al final del segundo volumen, en uno de los suplementos añadidos. Casualmente, lo habían leído u hojeado todos los miembros del tribunal, aunque uno de ellos (Francisco Ynduráin Hernández), por ignorados motivos, no pudo asistir. Los miembros presentes eran profesores ilustres y concienzudos (Alonso Zamora Vicente, Rafael Lapesa Melgar, Francisco López Estrada y Julio Fernández Sevilla). De no haber faltado el primero, podría haber roto el empate que, presumiblemente, existía sobre la valoración de este añadido. Unos lo encontraban “genial”, otros lo veían algo esperpéntico, tirando a tomadura de pelo. Yo mismo, ante una perplejidad semejante, quizá me habría abstenido; pero de ese dilema me libré porque no tenía vela en aquel apagón (los doctorandos no pueden autoproclamarse merecedores del cum laude u otra calificación de su estudio). Un día pondré dicho suplemento en algún borrador accesible, por si algún curioso o aburrido lector se presenta con la intención de hacerse una idea y opinar en consecuencia.

Mi Personaje enseguida revelaba un aura especial. Me recordaba a los de Cervantes (Don Quijote, el Licenciado Vidriera y otros de menor cuantía), por dos razones suficientes en sí. La primera e inmediata, por el carácter entreverado de su personalidad, de locura y cordura, o viceversa; la otra quizá debería callármela, y saldría ganando mi autoestima. Confieso que las obras de este autor son de las pocas que he leído una o dos e incluso más veces. La inmensa mayoría de los otros autores que escribieron en español (y no digamos en casi todas las otras lenguas) no las he leído ni siquiera una vez, y no ha sido por mala voluntad o falta de interés. No. Simplemente, me ha faltado tiempo, y esto, aparte de la tendencia innata a pensar en las musarañas en cuanto me descuido, se debe principalmente a que llegué a este mundo con un condicionamiento crónico. Soy un hablante empedernido y un oyente aficionado, porque me chiflan las frases lapidarias y los términos rancios o innovadores que oigo, y, lógicamente, me ayudan a amueblar la conversación, aunque esta, por lo general no llegue a ninguna parte, en el supuesto de que los interlocutores caminen en el mismo sentido. Para mí, es un continuum incesante, aunque no se oiga, un empedrado de dichos, redichos y comentarios, como el cuento de nunca acabar. Por supuesto, el mérito lo tiene el oyente, si consigue aguantar la paliza, despierto o dormido (si lo hace sin roncar).

Bueno, pues Mi Personaje de Navasfrías estaba en posesión de todo eso y otros dones. Sin duda, los padres, padrinos o abuelos le habían puesto un nombre predestinante, “alto, sonoro y significativo”, casi cervantino, porque todos los componentes del complejo nominal (nombres de pila y apellidos) cuadraban como anillo al dedo de una figura cómica y seria, benévola e inocente, noble y caballeresca, bucólica y algo serragatina o montaraz. Se llamaba Hilario Santos Caballero Montero. De estatura mediana; rondaría los cincuenta o sesenta años en 1974; y tenía una calvicie en forma de corona, en verano cubierta con un sombrero. Un cuaderno escolar de aquellos que llevaban la tabla de multiplicar en la contracubierta le servía de soporte a sus poemas ripiosos, apuntes y comentarios. Los vecinos que hacían caso omiso de su predisposición para la creación artística lo conocían por Santos, sin más; los otros navasfrieños, maliciosos (Maganos, para los comarcanos), quizá, a sus espaldas, no estarían lejos de ver en él la encarnación del tonto del pueblo. No lo era, y me esforcé por convencer a alguno de lo contrario.

Con el tiempo, casi me acostumbré a verlo en el huerto que tenía a la entrada del pueblo, llegando de Casillas de Flores, a la derecha de la carretera. Desde allí oteaba el horizonte cercano, que no podía ensancharse mucho, por impedírselo el emblemático Bardal, majestuoso y sombrío. Para su inquietud contemplativa le bastaba con el tramo nadable del río Águeda. Allí, aparejadas con los novedosos bikinis, se remojaban hasta la cintura o se zambullían las mozas en ciernes (allá a medias arcas, decían los viejos todavía), tanto del lugar como rapaciñas portuguesas, vueltas de Francia. Santos no tenía prejuicios misóginos ni xenófobos. Rebasada la cincuentena de años, y con una edad sentimental rayana con la mediana adolescencia, los estímulos de la carne no debían de volar por debajo de la poética imagen cerebral. En el corro de las gráciles náyades del aurífero río, que lleva el nombre de un monasterio benedictino, cuyas ruinas dormitan o subyacen en el barrio adyacente a la puerta de La Colada de la muralla civitatense, no debía de figurar la Conchona, sin duda ocupada en labores culinarias.

A juzgar por el aumentativo hipocorístico que le dedicaba el buen Santos, la referente no destacaría por una frescura primaveral, sino por cierta madurez y consistencia física, que el cronista prefiere no calificar de jamona, por no atreverse a desafiar el rayo fulminante del “género femenino” actual y, principalmente, porque no recuerda haberla visto nunca. De esta dama, o sea, de esta Dulcinea, recibía Hilario Santos Caballero inflamadas epístolas, que solían sellarse con un misterioso acrónimo: PPI (o ppi.). Pero el cifrado, al menos intencionalmente, revelaba su transparente motivación en alguna parte de la misiva: “Porque era de padres italianos” (y no del Partido Popular Italiano, o de alguna pejiguera de proyecto pedagógico individual, o algo por el estilo). El secreto de estos amores corteses estaba tan mal guardado que solo el beneficiario (y quizá la Conchona) ignoraba que este sobrenombre se refería a la cocinera de un grupo de muchachos foráneos, que acampaba por allí en verano. No les faltaría gran cosa para ser consumados pícaros. Alguna organización juvenil los enviaba de Vallecas, uno de los barrios más populares de los castizos Madriles, bastante alejado del barrio de Salamanca, donde anidan otra clase de pájaros.

Aquellos chicos no debían de ser gente desalmada (o no del todo), porque para eso hace falta intenciones malignas, perversas y diablescas, que aquellos jovenzuelos no habrían tenido tiempo de cultivar. Eso sí, se divertían a costa del prójimo, como casi todo el mundo. El mismo Santos tendría ocasión de comprobar los buenos sentimientos de los chicos de Vallecas, quienes lo invitaron a visitar Madrid, y no lo desplumaron, sino que lo agasajaron y lo acompañaron por los lugares más emblemáticos de la capital de España. El Poeta del Bardal lo pasó en grande. Uno de los descubrimientos más apreciados fue el metro, donde efectuó un viaje casi aéreo, en volandas y con ribetes qujotiles, entre dos estaciones. Se metió en un vagón con el rebujón de gente, pero no anduvo listo, y entró con los últimos viajeros, de modo que al cerrarse automáticamente la puerta, quedó colgado de la parte superior de la chaqueta. Él contaba la experiencia, riéndose de la misma y recordando otra similar, vivida en los compartimentos de la puerta giratoria de un banco o local comercial, que, sin pretenderlo, le sirvió de tiovivo por unos instantes.

A todo esto, ¿qué fue de la Conchona? Se esfumó. Algún alma caritativa, o quizá celosa, sacó al ingenioso Poeta del Bardal de su utopía. Pasada una decena de años o más, revelaría su desengaño al cronista, con cierta amargura, pero sin rencor.


Hilario Santos Caballero Montero,
Poeta del Bardal, leyendo sus poemas en la Plaza.

(Fotografía de AIO. Navasfrías, 1974)

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