SIN ÉTICA NI ESTÉTICA (XVIII): DIOS NOS LIBRE DE ESTOS CREYENTES, por Ángel Iglesias Ovejero
A finales del siglo xx, la gente de buena fe daba por hecho que se habían acabado “las guerras de religión”. Esa clase de personas no suele tener fama de muy inteligente, pero seguramente soñaba con lo que deseaba, que no era algo irrealizable: vivir en paz. En todo caso, lo creían muchos hombres y mujeres de Europa y Oriente medio, donde tales conflictos bélicos, prácticamente, remontan a los tiempos del Imperio Romano, donde el dios principal venía a ser el Estado, encarnado en el Emperador, pero se toleraban otros dioses o diosecillos, casi tan numerosos como las manifestaciones de las fuerzas ocultas en la Naturaleza. Quizá el modelo existiera de antes en Egipto, dicho sea con permiso de los historiadores de las religiones. En el siglo iv, los Cristianos se postularon como herederos del monoteísmo de los Judíos y, por así decir, se quedaron con el santo y la limosna de aquel Imperio, aprovechando las circunstancias favorables para dividirse entre ellos por cuestiones de jerarquía y de teología, declarándose herejes y cismáticos unos a otros. Así, en el siglo vi, ofrecieron espacio al monoteísmo de los Musulmanes, que se quedaron con los “santos lugares”, y así dieron motivo para que, hasta el día de hoy, sus precursores quieran recuperarlos por todos los medios. En esas estamos.
Estos monoteístas tienen de la religión una visión algo empresarial, o comercial, que se traduce en un proselitismo beligerante. Dicho sin exceso de retórica, defienden la existencia de Dios (el suyo) con las armas en la mano y asientan sus convicciones en la cantidad de fieles o creyentes que las comparten, o sea la “religión verdadera”. Hasta ahora no parece que este complicado concepto repose en una especie de consenso democrático, porque está al alcance de cualquiera comprender que difícilmente con la suma de muchos errores se pueda fabricar una sola verdad. De hecho, hasta ahora no se tiene constancia de que alguien haya propuesto decretar la existencia de Dios mediante un referéndum. El asunto de la religión auténtica o verdadera se resuelve mediante la revelación divina a algún legislador, que tampoco tiene unas garantías muy claras de percepción, a no ser que se tenga de antemano la íntima convicción o se la inculquen otros creyentes autorizados. Por esta vía llega la noción de pueblo elegido, que, en la “cultura occidental” acuñaron los seguidores de Moisés, y ahora tiene imitadores por doquier, aunque los más adictos se sitúan del otro lado del Atlántico y, por supuesto, del Mediterráneo oriental.
La idea de ser el pueblo elegido quizá hiciera a los judíos menos proselitistas que otros monoteístas del frondoso tronco de Abraham, pero no eran menos xenófobos y belicosos, capaces de exterminar a sus vecinos en nombre de Dios (hoy lo siguen haciendo, con permiso de los americanos, otros auto-elegidos). Los musulmanes predicaban la guerra santa, los cristianos las cruzadas (“Dios lo quiere”, frase tomada de una epístola de S. Pablo, se convirtió en lema de guerra, en la primera de ellas, 1095). Unos y otros pensaban ganarse por ese medio el billete para entrar en el cielo, a pesar de que uno de los mandamientos de la ley de Dios, explícitamente, prohibía matar (sin excepciones expresas). En la cacareada cultura medieval de “las tres culturas”, Cristianos, Moros y Judíos se trataban de Perros, que no era una caricia verbal, ni mucho menos. En alguna obra del erudito Don Juan Manuel, valiéndose de la polisemia nominal evocada en el mote colectivo, se considera que los caballeros que copulaban con las morillas, por Jaén y otros territorios fronterizos, caían en el pecado de la bestialidad.
La depuración religiosa contra creyentes de raigambre semítica se practicó, eficazmente, en la Península durante los siglos xv-xvi; pero no fueron menos crueles las guerras entre católicos y protestantes en toda Europa. Sin embargo, los catecismos tridentinos recordaban que los diez mandamientos se resumen en dos: “Amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a sí mismo”. En teoría, todo el mundo era prójimo, incluso los castellanos para los portugueses, según se cuenta en el anecdotario de Melchor de Santa Cruz: Os mouros son próximos, os judeus son próximos, y aun os castejaos son próximos (Floresta, 7ª II: 185). De los esclavos negros y de los indios “salvajes” no se habla allí en ese sentido. Aquella formulación catequística venía a ser un eufemismo monumental, porque no se respetaba ningún mandamiento. Ni siquiera el séptimo, que era el único que no se perdona en el sacramento católico de la confesión, si no hay restitución de por medio. Ahora bien, ¿se ha restituido algo a los pueblos “colonizados”? Cara les ha salido la civilización (¿como quizá lo será el deshumanizado progreso que nos acecha?). Con no ser esto moco de pavo, en la perspectiva histórica, lo más llamativo resulta la idea implícita de que el sacramento verdadero es la propiedad privada, y el ministro idóneo el notario (Un colega suyo, de Ciudad Rodrigo, lo decía más o menos así).
Cualquier fanático de estas religiones, que se crea en posesión de la verdad revelada no dudará en exterminar, en su Nombre, a los “enemigos de Dios” (entre los cuales, lógicamente, no se incluyen a sí mismos). Lo hicieron en la “Cruzada” los nacionalistas católicos. Presumiblemente, ahora o más adelante Judíos, Moros y Cristianos fanáticos estarán dispuestos a utilizar la bomba atómica, como hicieron los americanos en Japón (“para salvar vidas”, según parece). A principio de este siglo, un presidente americano y un primer ministro inglés, con el jefe de gobierno español en funciones de mamporrero asnal (dicen los malhablados de Robleda), se dieron el gustazo de eliminar a un dictador iraquí, con el pretexto de que tenía armas químicas de destrucción masivas y había que salvar la Libertad (2003). Diez años más tarde el aludido gobernante inglés reconoció que era mentira, y los otros no lo han desmentido, sin que ninguno de ellos haya asumido responsabilidad ninguna.
Allí se abrió la caja de los truenos, o sea, las guerras de religión moderna, que para los gerifaltes de Norteamérica, Rusia e Israel, en lo que atañe a nuestro horizonte bélico, se imbrica en la “guerra comercial”. De modo que, cuando semejantes personajes se autoproclaman demócratas, liberales y creyentes, es para echarse a temblar.
Francamente, ¿a quién le gustaría tener de compañeros en el cielo, al Búfalo del Oeste, el Oso de la Estepa, el Halcón sionista, al Puerco-espín de la Pampa, por no hablar de sus imitadores ibéricos, galos, etc., entre los cuales aparecen algunas matronas y remilgadas señoras, algo viperinas?