SIN ÉTICA NI ESTÉTICA (XIX): BENDITA SEA LA INOCENCIA Y EL AMOR EPISTOLAR, por Ángel Iglesias Ovejero - Ateneo Virtual Mirobrigense – Ciudad Rodrigo
SIN ÉTICA NI ESTÉTICA (XIX): BENDITA SEA LA INOCENCIA Y EL AMOR EPISTOLAR, por Ángel Iglesias Ovejero
Entre mis personajes
preferidos de carne y hueso ocupa un lugar especial el
Poeta del Bardal.
Él prefería llamarse y que lo llamaran así, cuando lo conocí, en
el verano de 1974. Era natural y vecino de Navasfrías, donde
cohabitaba con una hermana y un hermano, formando una trilogía de
solteros, en una vivienda típica, como casi todas allí por
entonces, con soluciones terciadas, entre serragatinas, salmantinas y
portuguesas. Estaban a juego, se diría, con el hibridismo
lingüístico de la modalidad vernácula, con un tercio de
rebollanismo, otro de lusismo y lo demás de castellanismo. El Poeta
del Bardal principalmente practicaba el poliglotismo para la
especulación etimológica, que viene a ser a la Lingüística
moderna lo que la Magia a la Alquimia o la Medicina.
Personalmente, había ido allí
para buscar materiales con que elaborar una tesis de Dialectología,
y el citado personaje me los ofreció en abundancia, no solo
tradicionales, sino originales y novedosos. Tuve la osadía de
mencionarlo cuando se efectuó la lectura de aquella prueba académica
(Madrid / Complutense, 1976), lo cual estuvo a pique de causarme un
disgusto. El nombre artístico aparecía al final del segundo
volumen, en uno de los suplementos añadidos. Casualmente, lo habían
leído u hojeado todos los miembros del tribunal, aunque uno de ellos
(Francisco Ynduráin Hernández), por ignorados motivos, no pudo
asistir. Los miembros presentes eran profesores ilustres y
concienzudos (Alonso Zamora Vicente, Rafael Lapesa Melgar, Francisco
López Estrada y Julio Fernández Sevilla). De no haber faltado el
primero, podría haber roto el empate que, presumiblemente, existía
sobre la valoración de este añadido. Unos lo encontraban “genial”,
otros lo veían algo esperpéntico, tirando a tomadura de pelo. Yo
mismo, ante una perplejidad semejante, quizá me habría abstenido;
pero de ese dilema me libré porque no tenía vela en aquel apagón
(los doctorandos no pueden autoproclamarse merecedores del cum laude
u otra calificación de su estudio). Un día pondré dicho suplemento
en algún borrador accesible, por si algún curioso o aburrido lector
se presenta con la intención de hacerse una idea y opinar en
consecuencia.
Mi Personaje enseguida
revelaba un aura especial. Me recordaba a los de Cervantes (Don
Quijote, el Licenciado Vidriera y otros de menor cuantía), por dos
razones suficientes en sí. La primera e inmediata, por el carácter
entreverado de su personalidad, de locura y cordura, o viceversa; la
otra quizá debería callármela, y saldría ganando mi autoestima.
Confieso que las obras de este autor son de las pocas que he leído
una o dos e incluso más veces. La inmensa mayoría de los otros
autores que escribieron en español (y no digamos en casi todas las
otras lenguas) no las he leído ni siquiera una vez, y no ha sido por
mala voluntad o falta de interés. No. Simplemente, me ha faltado
tiempo, y esto, aparte de la tendencia innata a pensar en las
musarañas en cuanto me descuido, se debe principalmente a que llegué
a este mundo con un condicionamiento crónico. Soy un hablante
empedernido y un oyente aficionado, porque me chiflan las frases
lapidarias y los términos rancios o innovadores que oigo, y,
lógicamente, me ayudan a amueblar la conversación, aunque esta, por
lo general no llegue a ninguna parte, en el supuesto de que los
interlocutores caminen en el mismo sentido. Para mí, es un continuum
incesante, aunque no se oiga, un empedrado de dichos, redichos y
comentarios, como el cuento de nunca acabar. Por supuesto, el mérito
lo tiene el oyente, si consigue aguantar la paliza, despierto o
dormido (si lo hace sin roncar).
Bueno, pues Mi Personaje de
Navasfrías estaba en posesión de todo eso y otros dones. Sin duda,
los padres, padrinos o abuelos le habían puesto un nombre
predestinante, “alto, sonoro y significativo”, casi cervantino,
porque todos los componentes del complejo nominal (nombres de pila y
apellidos) cuadraban como anillo al dedo de una figura cómica y
seria, benévola e inocente, noble y caballeresca, bucólica y algo
serragatina o montaraz. Se llamaba Hilario Santos Caballero Montero.
De estatura mediana; rondaría los cincuenta o sesenta años en 1974;
y tenía una calvicie en forma de corona, en verano cubierta con un
sombrero. Un cuaderno escolar de aquellos que llevaban la tabla de
multiplicar en la contracubierta le servía de soporte a sus poemas
ripiosos, apuntes y comentarios. Los vecinos que hacían caso omiso
de su predisposición para la creación artística lo conocían por
Santos,
sin más; los otros navasfrieños, maliciosos (Maganos,
para los comarcanos), quizá, a sus espaldas, no estarían lejos de
ver en él la encarnación del tonto del pueblo. No lo era, y me
esforcé por convencer a alguno de lo contrario.
Con el tiempo, casi me
acostumbré a verlo en el huerto que tenía a la entrada del pueblo,
llegando de Casillas de Flores, a la derecha de la carretera. Desde
allí oteaba el horizonte cercano, que no podía ensancharse mucho,
por impedírselo el emblemático Bardal,
majestuoso y sombrío. Para su inquietud contemplativa le bastaba con
el tramo nadable
del río Águeda. Allí, aparejadas con los novedosos bikinis, se
remojaban hasta la cintura o se zambullían las mozas en ciernes
(allá a medias
arcas, decían los
viejos todavía), tanto del lugar como rapaciñas
portuguesas, vueltas de Francia. Santos no tenía prejuicios
misóginos ni xenófobos. Rebasada la cincuentena de años, y con una
edad sentimental rayana con la mediana adolescencia, los estímulos
de la carne no debían de volar por debajo de la poética imagen
cerebral. En el corro de las gráciles náyades del aurífero río,
que lleva el nombre de un monasterio benedictino, cuyas ruinas
dormitan o subyacen en el barrio adyacente a la puerta de La Colada
de la muralla civitatense, no debía de figurar la
Conchona, sin duda
ocupada en labores culinarias.
A juzgar por el aumentativo
hipocorístico que le dedicaba el buen Santos, la referente no
destacaría por una frescura primaveral, sino por cierta madurez y
consistencia física, que el cronista prefiere no calificar de
jamona, por no atreverse a desafiar el rayo fulminante del “género
femenino” actual y, principalmente, porque no recuerda haberla
visto nunca. De esta dama, o sea, de esta Dulcinea, recibía Hilario
Santos Caballero inflamadas epístolas, que solían sellarse con un
misterioso acrónimo: PPI
(o ppi.).
Pero el cifrado, al menos intencionalmente, revelaba su transparente
motivación en alguna parte de la misiva: “Porque era de padres
italianos” (y no
del Partido Popular Italiano, o de alguna pejiguera de proyecto
pedagógico individual,
o algo por el estilo). El secreto de estos amores corteses estaba tan
mal guardado que solo el beneficiario (y quizá la Conchona) ignoraba
que este sobrenombre se refería a la cocinera de un grupo de
muchachos foráneos, que acampaba por allí en verano. No les
faltaría gran cosa para ser consumados pícaros. Alguna organización
juvenil los enviaba de Vallecas, uno de los barrios más populares de
los castizos Madriles, bastante alejado del barrio de Salamanca,
donde anidan otra clase de pájaros.
Aquellos chicos no debían de
ser gente desalmada (o no del todo), porque para eso hace falta
intenciones malignas, perversas y diablescas, que aquellos
jovenzuelos no habrían tenido tiempo de cultivar. Eso sí, se
divertían a costa del prójimo, como casi todo el mundo. El mismo
Santos tendría ocasión de comprobar los buenos sentimientos de los
chicos de Vallecas, quienes lo invitaron a visitar Madrid, y no lo
desplumaron, sino que lo agasajaron y lo acompañaron por los lugares
más emblemáticos de la capital de España. El Poeta del Bardal lo
pasó en grande. Uno de los descubrimientos más apreciados fue el
metro, donde efectuó un viaje casi aéreo, en volandas y con ribetes
qujotiles, entre dos estaciones. Se metió en un vagón con el
rebujón
de gente, pero no anduvo listo, y entró con los últimos viajeros,
de modo que al cerrarse automáticamente la puerta, quedó colgado de
la parte superior de la chaqueta. Él contaba la experiencia,
riéndose de la misma y recordando otra similar, vivida en los
compartimentos de la puerta giratoria de un banco o local comercial,
que, sin pretenderlo, le sirvió de tiovivo por unos instantes.
A todo esto, ¿qué fue de la
Conchona? Se esfumó. Algún alma caritativa, o quizá celosa, sacó
al ingenioso Poeta del Bardal de su utopía. Pasada una decena de
años o más, revelaría su desengaño al cronista, con cierta
amargura, pero sin rencor.

Hilario Santos Caballero
Montero, Poeta del
Bardal, leyendo sus
poemas en la Plaza.(Fotografía
de AIO. Navasfrías, 1974)