SIEMPRE EL TEATRO, por José Luis Puerto
El reciente fallecimiento, a los noventa y tres años, de ese genio renovador de la escena del teatro contemporáneo que llegó a ser Peter Brook, que fuera capaz de releer escénicamente a Shakespeare o de realizar una genial puesta en escena del Mahabharata (1987), el fascinante poema hindú, entre otras aportaciones, vuelve a poner el teatro sobre el tapete de la actualidad.
Como también, hace ya unas semanas, el haberse otorgado el Premio Princesa de Asturias de las Letras a ese dramaturgo español, más secreto, o más discreto, que es Juan Mayorga.
Y es que el teatro está siempre ahí, como un recurso humano de purificación y de catarsis, ya desde la tragedia griega; como un social rasgarse las vestiduras de todas las ‘hibris’ o excesos que la sociedad y los individuos cometen.
Porque el teatro, cuando es tal, cuando es de verdad, pone siempre el dedo en la llaga de ese monstruo que habita, con tanta frecuencia en el corazón y en el alma del ser humano, en el corazón y en el alma de la sociedad.
El teatro, en nuestra cultura, nace del rito, es en su origen rito. Un rito dionisíaco de ebriedad y de celebración de la vida y del vino, de esa embriaguez que nos provoca el existir cuando tomamos conciencia de que es un don, de que es un privilegio, y de que, por ello, ha de situarnos siempre en la estela de la celebración, pese a que la vida esté atravesada por no pocos dualismos y contrastes.
Y es curioso que, si el teatro en su origen es rito, en el mundo contemporáneo, toda una serie de corrientes dramáticas han querido recuperar, cada una a su modo, ese carácter ritual que ha de tener el teatro para ser tal.
No podemos ahora ni dar siquiera un repaso a todas las propuestas contemporáneas de devolver la ritualidad al teatro, de ritualizarlo. Recordemos siquiera nombres, tan diversos pero, al tiempo, tan significativos como los de Bertolt Brecht, Meyerhold, Stanislavski… y varios más.
Y recordemos, cómo no, al francés Antonin Artaud, que, desde una cierta excentricidad y ‘locura’, recorrió diversos caminos para tratar de llegar hacia un arte total y absoluto, que tenía en el teatro una de sus expresiones privilegiadas. Es el creador de lo que se dio en llamar “teatro de la crueldad”, sobre el que publicara un manifiesto en 1948. Artaud quería “restablecer en el teatro una concepción de la vida apasionada y convulsiva”.
En la tradición teatral europea, ya desde los tiempos medievales, el teatro salía a la plaza pública y, a través de diversos tipos de escenificaciones y de farsas, ponía la realidad convencional patas arriba y ejercía una crítica despiadada y purificadora de las hipocresías y convenciones humanas y sociales. Es una de sus funciones, que, por ejemplo, el dramaturgo italiano Darío Fo, Premio Nobel de Literatura, ha sabido traer hasta nuestra contemporaneidad.
Este verano, en bastantes de nuestros pueblos, a lo largo y ancho de nuestra geografía, se van a escenificar y a representar obras de teatro de muy diversos tipos. Y es que la querencia dramática se encuentra incluso hoy viva entre nuestras gentes.
Porque el teatro siempre está ahí, como rito y recurso humano para poner el dedo en la llaga sobre todas nuestras ‘hibris’ o excesos, y para conducirnos a esa purificación o catarsis rehumanizadoras.