UNA FLOR JUNTO A LA RÍA, por José Luis Puerto
Hace
pocos años, uno de los grandes periódicos estadounidenses dedicaba
un reportaje a la arquitectura española de la democracia,
apareciendo incluso en su portada una fotografía del MUSAC de León.
Tal arquitectura produjo asombro internacional y es, no cabe duda, un
logro de nuestro país.
Como
otro logro es lo que han mejorado en su disposición urbana, en sus
vías y transportes, en sus espacios de ocio…, la gran mayoría de
las ciudades españolas. Otro logro de la democracia, sin duda. De
hecho, debido a unas u otras circunstancias y acontecimientos,
ciudades como Barcelona, Sevilla, Madrid, Valencia… han
transformado su fisonomía y se han puesto a la hora de la
contemporaneidad.
Bilbao
es otro ejemplo de lo que decimos. Ahora, cuando se cumplen
veinticinco años de la inauguración del Museo Guggenheim de esta
ciudad, un verdadero icono, internacional, de esa nuestra
arquitectura de la democracia, un programa de televisión,
conmemorativo de tal acontecimiento, nos hacía ver esa profunda
transformación de la ciudad de Bilbao a lo largo de la democracia,
pasando de ser una ciudad gris, marcada por siderurgias y por humos,
a ser una ciudad luminosa, debido a esa apuesta y a esa presencia de
la cultura en su corazón urbano.
Porque
no es solo el Guggenheim –que es verdad que es su emblema–, sino
otras varias transformaciones y realizaciones, como, por ejemplo, la
del metro, diseñado su aspecto por el arquitecto británico Norman
Foster; y algunas otras, de las que no podemos hablar ahora; aunque
sí quisiéramos nombrar el Museo de Bellas Artes de Bilbao –no muy
alejado del Guggenheim–, en el que cuelgan algunos hermosos cuadros
de Zurbarán, uno de nuestros pintores predilectos.
Foster,
por cierto, en el reportaje televisivo, hablaba de la importancia de
lo público, como si tal hubiese sido el eje de la transformación de
Bilbao. Una ciudad para la ciudadanía, para toda la comunidad humana
que vive en ella y que la visita. Y daba en el clavo, claro. Porque,
si no es ese el fin de cualquier transformación urbana, ¿de qué
sirve todo lo que se haga?
En
el Guggenheim, ese hermoso edificio que dialoga cada segundo con la
luz, genial obra del canadiense FrankGehry, están permanentemente
expuestas asas obras, gigantescas, pero tan delicadas, en acero
corten, de ese gran artista que es Richard Serra, quien, además de
gran creador, reflexiona, cuando lo hace, de modo muy hermoso sobre
el arte y sobre las creaciones humanas.
Una
ciudad a la medida del ser humano, como casa para el ser humano, como
nido y cobijo para el ser humano, como ágora para la comunicación,
el diálogo y el entendimiento de los seres humanos… Esa tendría
que ser la vocación de todas las ciudades. Porque la ciudad, como
concepto, como hábitat, es una de las grandes creaciones de nuestra
especie.
El
edificio del Museo Guggenheim de Bilbao, con su diálogo permanente
con la luz, está ahí como una flor junto a la ría. En él, se
aloja un arte verdadero, que expresa el temblor del ser humano
contemporáneo. Siempre recordaremos una exposición que hace años
se expusiera en él del artista griego Jannis Kounellis, con obras
tan humanas, tan hermosas, que aún las llevamos en ese museo
imaginario y personal de que hablara André Malraux, cuyas
Antimemorias,
por cierto, acaban de ser traducidas y editadas en España.
Una
flor para todos, a la medida de la mano de todos, eso parece
representar el Guggenheim. Un logro, uno más, entre otros muchos, de
nuestra democracia.