Pasan las horas despacio y con agrado, como si uno se hubiese situado en los días vividos felices. La mañana se fue, y se encaró la tarde sin prisas ni ansias, desde la tranquila tranquilidad, y con una sonrisa traída por recuerdos felices vividos.
Toda esta calma climática tan fugaz como feliz me trae ante el papel en blanco una vez más, para llenarlo con cosas que creo importantes trasladarlas a ustedes. Y hoy precisamente, es eso lo que quiero contar, que a pesar de estos días de calor y angustias para los bienes, hombres y naturaleza que tanto han sufrido con sus devastadores fuegos que ha hecho que nada me invitara más que a callar, pues ya de ellos todo está dicho; pero mira por dónde un descanso climático y ya están de nuevo las ganas de estar ante ustedes y ante el papel.
Eso es hoy lo importante, y es que ciertamente el calor pasado como vulgarmente se decía, me hacía líquido el cerebro y todo lo que en este pudiera haber se vertía al vacío como agua que se escapa de un cestillo de mimbre.
Estoy pues, en el milagro de escribir sobre la nada, cuya nada es regalársela a ustedes como descanso de todo lo sufrido por esta alteración climática que parece que vaya a formar parte de nuestro existir, y que aun a sabiendas, llegada con la violencia de estos días, es como si no estuviéramos apercibidos del fenómeno y nos cogiera por sorpresa, reaccionando ante él con cansancio y mal humor.
Aquí estoy pues, contándoles lo bien que me ha sentado que la noche consiguiera bajar unos grados el calor de la casa y del día por el que corría una suave brisa, lo que hizo que el trabajo se realizara sin temor a un desmayo, es decir, hemos estado ante un día que no es más que uno de los muchos que antes vivíamos y no valorábamos, y que ahora lo convierte en una tregua del infierno que nos asfixia (y lo que es peor, parece que se instalará para siempre) y que resulta ser por ello un regalo de dioses, simplemente, y nada más y nada menos, porque nos ha acaricia el rostro el aire fresco.