EL ESPAÑOL Y LAS NIÑAS, por Román Durán Hernández
La última generación española oficialmente putañera fue la de la guerra, en ambos bandos. Luego desapareció el noble uso, e incluso desaparecieron las meretrices clásicas y barrocas, para transfigurarse en chicas de alterne, chicas de barra, señoritas de “strip-tease” “taxi girls” o masajistas tailandesas de provincias.
Pero las casas de lenocinio como conventos no han vuelto a ser lo que eran. Las señoritas putas, allí, hacían una vida de reclusas de alguna devoción, tenían horas, ritos, sus juegos comunes e inocentes, y eran como unas niñas atroces abandonadas en el hospicio del lupanar por sus hijas de once años, que estaban de internas y burguesas, haciéndose unas damas, en las jesuitinas o las pastorinas.
En los años 50, la Unesco le dijo a Franco al oído que un Estado confesional no podía estar cobrando impuestos de las putas, y entonces se sellaron las mancebías y a todas las chicas se las puso a fregar la Renfe. La que no quería fregar la Renfe, se lo montó a su aire y por su cuenta, con más libertad y beneficios que antes, menos higiene y mucho plexiglás. La meretriz cobró su último prestigio cuando Sartre la definió como “respetuosa”. Respetuosa con los valores feudales que la aherrojan, claro. Pero hoy sólo se lee a Sartre en bolsillo y ser puta, que fue mucho, ya no es nada.
El español ha practicado y mantenido, desde la Edad Feudal por lo menos, el culto y la superstición de la zorra, el irracionalismo de la puta, que es la mujer que guarda los secretos antiguos y los misterios gozosos del sexo. Parecía que las meretrices sabían más que las demás, pero luego todo era una decepción de afanes fingidos, de misterios gloriosos que no llegaban a otra Gloria que la del techo sórdido de la tristeza. La verdad femenina universal es que la española decente, o que no cobra (al menos en el acto), la casada de Fray Luis y toda la cofradía de la pierna quebrada son lujuriosas como ermitañas, de Melibea a Madame Bobary.
Lo que pasa es que hay que darle ocasión, oportunidad, cancha sexual, y el matrimonio no es precisamente una cancha, sino un largo pasillo como un intestino, que lleva a la cocina. En cuanto a la santa esposa (generalizo y no hablo de excepciones), se convierte en amante, sus ignorancias desganadas se truecan en sabidurías. El erotismo, pues, no es histórico y cultural, sino inmanente y natural. No hay más que soltar a la fiera. Pero el español, naturalmente, no quiere fundar una familia sobre una fiera, y entonces ha decidido que la esposa es la tonta y la otra es la lista.
Todas las mujeres son listas, hermanos, cuando le divierte la asignatura. El mito egipcio y como oriental de la puta, no tiene mayor realidad que otros mitos. Putas de San Martín y Santa Clara, en Valladolid; putas platerescas de Salamanca; putas madrileñas de la Gran Vía años veinte, todas hijas de notario, según ellas, o de ese triángulo mortal de las Bermudas que hacen las calles Barco, Ballesta, Desengaño, pardillas de hoy mismo que van del pueblo directamente a la Capi, por poco dinero, estando recientes y candeales, como aquellas del seiscientos, en los primeros años del Garrido de Salamanca, en los que uno se podía ir a “cortar el pelo” por la tarifa más gasolina.
Parece que Cela se sabía todas las tarifas madrileñas de antes de la guerra. Según él, otros académicos también, solo que Cela lo dice. Señoritas de ahora mismo, falsas turistas nórdicas, muy rubias, mujeres jóvenes en general, que van en el Metro desde el cinturón de la miseria, se agarran unos miles y vuelven al barrio, de novia pobre. Todas entre la droga y la necesidad.
El oficio ha perdido su magia y cuando un oficio pierde su magia es que va a perder todo lo demás. Esa obscenidad de los nuevos planes educativos, con educación sexual incorporada, está matando de hambre a las antiguas y faldicortas meretrices. La magia de la meretriz ha pasado al travestí, qu es el sexo enigma, porque la meretriz ha perdido ya todo enigmatismo. Las putas vivían de lo sagrado del oficio. Eran una lengua muerta, como el latín. Hoy se estudia mucho menos el latín y se va menos de “niñas”. Las “niñas” eran la pena y la gloria al mismo tiempo. Ahora que las venéreas se curan, la gloria sin pena ha perdido grandeza y enigma. Sí, hemos racionalizado el último irracionalismo, el sexo, y tenemos que hablar de La Pantoja o de Irak con la amante progre. Las “niñas” solariegas no sabían por dónde cae Irak.
Sólo en provincia sigue funcionando un poco el irracionalismo del sexo y las meretrices tienen un fornifollar nada autonómico. Con ellas, España sigue siendo una, grande y libre. Las meretrices europeas tienen un espejo retrovisor en el balcón (según contaba Cela), un gran retrovisor como un camión Pegaso, para ver el material que viene por la calle, y esconderse o exhibirse, según su fina intuición de putas, que no falla, porque es una intuición de siglos.
El misterio de la puta ha sido sustituido por el misterio de los travestís porque el sexo no puede vivir sin enigma. Se prefiere la ambigüedad fin de siglo, a la mera zoología. El travestí ha heredado lo sacratísimo de la puta. No ha cambiado el feligrés, sino que ha cambiado el culto. Hoy se explota la fascinación de alguna famosa, porque algo hay que añadir al afán reproductor. Las putas han dejado de ser honradas.