HEMOS PERDIDO EL HIMNO, por José Luis Puerto
El 7 de mayo de 1824 –¡hace ya doscientos años!– se estrenaría, en el Theater am Kärntnertor de Viena, la Novena Sinfonía de Beethoven, una obra maestra de la música universal.
Y ese remate apoteósico de la “Oda a la alegría” sobre un poema escrito por Friedrich Schiller en 1785 y revisado en 1803, con texto adicional del propio Beethoven, como culminación del cuarto movimiento y de toda la obra, supone uno de los momentos de plenitud más hermosos de la música de todos los tiempos. Por ello, es lógico que haya terminado convirtiéndose en el himno de Europa. ¿Qué himno más apropiado y mejor se podría elegir?
No es extraño que se trate de un canto coral, participativo, de todos, y que se trate de un himno de invitación a la fraternidad (“Escucha, hermano”) y a esa alegría que surge del compartir todos los dones de la tierra (Federico García Lorca lo diría después en un memorable poema: “Porque queremos que se cumpla la voluntad de la tierra / que da sus frutos para todos”).
Y se trata de un himno coral y de un himno de fraternidad y de alegría, porque esa es la vocación profunda de Europa: la de ser faro o foco humanizador que asuma, acepte y comprenda a toda la humanidad, a todos los seres humanos, sean de la condición que sean y pertenezcan a las etnias, continentes y civilizaciones que pertenezcan. No en vano, Europa, en el momento en que el espíritu ilustrado comienza a arrojar luz sobre nuestra condición, propugna, redacta y difunde los derechos humanos, como un iniciativa pionera y luminosa en el derecho internacional.
Pero, hoy, en este tiempo nublado (como diría Octavio Paz), hemos perdido el himno. Ya no respondemos a lo que implica y significa. Cerramos fronteras, no aceptamos o expulsamos a los otros; la fraternidad, que pusiera sobre el tapete de la historia primero el cristianismo y después la revolución francesa, ya no es nuestra guía.
Hemos perdido el himno, ese himno vibrante que comenzara a escucharse en un teatro de Viena, en 1824, y que se expandiera por toda Europa, como lo haría también el espíritu romántico que lo abrazaría.
Porque Europa, desde entonces, fue aportando melodías a tal himno de fraternidad y de alegría, a partir de la ilustración, del romanticismo, de los utopismos decimonónicos (los falansterios, etc.), del movimiento obrero, de ese espíritu de internacionalismo sin el cual no puede entenderse Europa.
Pero hoy parecería, según todas las señales que nos arroja el presente, que estamos en el retroceso, en la vuelta a los particularismos, a la insolidaridad, a la especulación interesada y egoísta, a esa religión tan penosa del dios dinero por encima de todo.
Y, sin embargo, el sueño de Europa sigue ahí. “Escucha, hermano, el himno de la alegría”, el canto de la fraternidad. Que un día, hace ya dos siglos, se escuchara en Viena y enseguida en toda Europa. Y que hoy, para los atentos, para los entregados, para los que mantienen viva la llama de la fraternidad, se sigue escuchando, a poco que pongamos el oído orientado hacia el fulgor del mundo.