SIN ÉTICA NI ESTÉTICA (VIII): EL ARTE DE MOTEJAR Y EL VICIO DE INSULTAR, por Ángel Iglesias Ovejero
Tras unas cuantas chuletillas de “sin ética ni estética” referidas al ancho mundo y al espacio mirobrigense, quizá estemos en condiciones de afirmarnos en nuestro objetivo de no confundir completamente una cosa con la otra cuando, irónicamente, interpretamos o recreamos nombres y cuando los relacionamos con comportamientos de personajes públicos o tradicionales. Obviamente, en ningún caso nos ocupamos en el ejercicio del amor fraterno. Postulamos que “sin ética” refleja la valoración negativa en la dicotomía de lo bueno / lo malo, con respecto a una norma social de conducta, asentada en principios que, en la peor de las hipótesis, no debe de ser dañina para la vida misma. La falta de “estética” se percibe como una carencia o deficiencia de o en lo bello, equivalente de lo feo, según criterios de valoración más o menos objetivos / subjetivos y cambiantes en el tiempo. La belleza y la fealdad producen efectos contrarios, el placer o el rechazo estético, de naturaleza mental, anímica o emocional. Un producto artístico puede ser hermoso y condenable (por ejemplo, una buena película no presupone comportamientos recomendables) o muy bueno y feo (un cuadro del Ecce homo se hizo famoso en 2012 por la desacertada restauración practicada, con la mejor intención, por una anciana). Por supuesto, de la maldad de los personajes no se deduce la del autor, pero cuando el autor y el personaje se identifican con el mismo referente, no sale muy bien parada la moralidad de la persona.
En las sociedades organizadas conforme a nuestra “cultura occidental”, poner nombre de persona (autónimos) a los individuos es un hecho de lenguaje que implica un efecto real en el nombrado. En la onomástica oficial (nombres de pila o meramente legales y apellidos) el referente personal, por pequeño o grande que sea, al ser registrado con su etiqueta nominal, queda integrado en el grupo de parentesco dentro del entramado social de un país. En la onomástica oficiosa (hipocorísticos y apodos) sucede algo parecido con respecto a grupos restringidos (pandilla, edad, profesión, etc.). En este caso el acto de nombrar o renombrar responde más visiblemente a una motivación afectiva, de valoración ambigua (positiva o negativa), perceptible en los hipocorísticos y de muy marcada connotación en los motes o apodos, generalmente no aceptados y con frecuencia ignorados por el motejado. Esta forma de nombrar es más espontánea que la oficial y se beneficia de la libertad del artista, que en la literatura ejerce el autor con respecto a sus personajes (y por delegación unos personajes pueden ejercerla en otros).
Al dador de nombres, siguiendo a G. Genette en su análisis del Crátylo (1972), conocido diálogo de Platón, lo hemos llamado onomaturgo (Iglesias [1989], 1991, “Nombres propios: Para una tentativa de clasificación”, en: Dictionnaire historique des noms de famille romans, p. 237). Su función la hemos analizado en algunos autores, y concretamente en Camilo José Cela, cuyos personajillos a veces se reducen al nombre y su glosa (Iglesias 1990, “Cela onomaturgo: los nombre propios en El Gallego y su cuadrilla”, Hispanística XX, 1990, pp. 81-201). Los grandes autores clásicos practicaban el arte de motejarse en verso unos a otros. Son muy conocidos en el mundillo escolar los sobrenombres artísticos de Góngora (Gongorilla), Alarcón (Corcovilla), Lope de Vega (de Beba) y Quevedo (de Bebo). Sin embargo, la poética de motejar no requiere estudios especiales, pero sí un ingenio natural del cual hacen gala los compadres y las comadres en los pueblos o en los barrios urbanos, movidos por alguna discordia entre unos y otros o por su propia mala uva. Suelen emplearlos a espaldas del referente y, por lo general y salvo que haya de por medio ingesta etílica, solo producen heridas de amor propio, de las cuales, y a diferencia de las de bala, no suele morir nadie.
Es un arma propia de los débiles en la jerarquía social. Los alumnos ponen motes a los profesores, los empleados a los jefes, los soldados a los mandos militares. No es un método recomendable y requiere discreción, porque encierra cierto riesgo. Encaja en lo que, por nuestra parte, hemos considerado “transgresión benigna”, que, sin ser reveladora de la maldad de la persona, permite desahogar la mala uva o la mala leche, aletargada en los fondos oscuros de los seres humanos (“Cada renacuajo tiene su cuajo”). No se excluye la interferencia entre el mote y el insulto, previsible como resultado manifiesto del odio personal y de la envidia, que, según el conocido catecismo del P. Astete, consiste en alegrarse del mal ajeno. En el ámbito público, sobre todo el de la política, a causa del eco mediático, se convierte en una estrategia interesada, como técnica de desprestigio y destrucción del adversario, que en modo alguno es tolerable con la excusa de la libertad de expresión. En España y en Francia, como en los países autodenominados democráticos, los representantes elegidos por el pueblo, a falta de otros argumentos, abusan de este recurso mezquino y perverso. Por añadidura, implícitamente es también una injuria para sus electores o los de otros partidos, dando por hecho que se regodean con esa clase de improperios contra sus homólogos y oponentes, en vez de apabullarlos con argumentos y, mejor todavía, con propuestas y medidas de gobierno, llevadas a comuelgo.
El insulto es un delito que debería ser castigado, sobre todo por los electores. El mejor castigo de su parte sería ir a ver, por la televisión, los partidos de verdad, que para mucha gente son los de fútbol, si juegan los buenos equipos, como hacen en ocasiones los mismos diputados o los ministros, cuando dan prioridad a tales eventos “nacionales” en los horarios de sus reuniones…