POR LA SIERRA MAYOR (LAS PEQUEÑAS ANDANZAS), por José Luis Puerto
Desde niño, siempre hemos tenido una especial predilección por lo pequeño, por lo próximo, por lo cercano, por las gentes humildes… Y hemos tratado siempre de desentrañar todas esas realidades, para extraer de ellas su belleza y su significado.
Nuestro admirado maestro universitario Antonio Llorente, en sus clases, magistrales siempre, sobre toponimia, nos indicaba que, desde la ciudad hasta el sur, la provincia de Salamanca estaba constituida por lo que podríamos llamar un oleaje de sierras.
De norte a sur, primero está la Sierra Menor, la de Frades, el pueblo de José María Gabriel y Galán; la del Cristo de Cabrera; la de Las Veguillas; la de las ruinas del llamado Castillo de Santa Cruz, en término de Navagallega.
Siguiendo más al sur, nos encontraríamos con la Sierra Mayor, o de las Quilamas o de Tamames, según el tramo a que aludamos; que tiene el pico del Cerbero como su cumbre más alta y que cuenta con interesantísimos enclaves naturales y humanos, como son las antiguas reliquias de los hornos de cal, que dan su nombre a La Calería, comarca a la que pertenecen algunos de estos pueblos.
En esta ladera septentrional de la Sierra Mayor, junto a Tamames, marcada por un paisaje ganadero de dehesas, nuestro amigo Antonio Montejo nos lleva a conocer dos enclaves de ella: el Puerto de la Calderilla y las Ventas de Garriel, un poco más arriba y, por ello, más cercanas a la cumbre del monte.
Todo lo que contemplamos es delicioso y sobrecogedor. En un punto de la ladera y rodeado de fresnos, como si lo estuvieran protegiendo y velando, hay un viejo cementerio, con su espacio cuadrado, marcado por cuatro paredes de lajas de piedra de pizarra y con humildísima entrada: una cancela de barrotes metálicos, rematada por una cruz. Nos recuerda aquel hermoso poema unamuniano sobre el cementerio en lugar castellano, que comienza con ese verso memorable de: “Corral de muertos entre pobres tapias”…
En las Ventas de Garriel, todo está en silencio, las casas antiguas se acomodan al terreno, con sus tejados bajos y dilatados. Los vanos, sean de puertas o ventanas, llevan circuidos una franja de cal, a modo de cenefas, en un caso decoradas con una sucesión de rombos, pues –como es bien sabido– la geometría es el primer modo de decoración.
En la puerta de entrada a una casa antigua y popular, a la que se accede tras unos peldaños de escalera, dos cruces, clavadas en la puerta y realizadas por mero entrecruzamiento de unos palos, la una con las iniciales grabadas de “V H” y la otra con la fecha de “1959”, nos hablan del sentido de la protección de la casa, de la morada del ser humano. En el dintel, de madera, de otra vieja puerta, aparece grabado el año de “1882”.
Todo tiene una belleza de huella del ser humano, pero una belleza antigua; todo nos habla de una vida que hubo y que se ha ido a otra parte. Es como si estos lugares necesitaran un ‘Pedro Páramo’ (cuadra perfectamente aquí traer a colación a Juan Rulfo), un narrador que ideara un personaje que viviera en este espacio y que relatara esa vida fantasmal que puebla estas laderas y estas dehesas y que, en otro tiempo, fue real.
La antigua iglesia de la Magdalena –estamos ya en el Puerto de la Calderilla– está hoy convertida en nave ganadera. Junto a ella, una casa de traza antigua lleva adherido en uno de sus flancos un pequeño torreón. En ella, vivió un abuelo de Antonio Montejo, el amigo de Tamames que me conduce por este territorio.
Todo el espacio es un deslumbramiento. En un momento dado, vemos cómo unos jinetes a caballo guían a tres toros bravos. Antonio me comenta que están embarcando una corrida, para ser lidiada en la plaza a la que esté destinada.
Y nos vienen a las mientes los versos de ese larguísimo romance geográfico relativos a estos lugares: “el Puerto la Calderilla, / mucha manteca de vaca.” O esta otra copla: “Molinos de Rinconada, / Navarredonda y Tejeda, / San Miguelito y el Puerto, / las Casillas y las Ventas.”
Estas pequeñas andanzas nos ayudan siempre a conocer de un modo más real y, al tiempo, más prodigioso lo que es nuestro país, lo que son sus espacios, lo que son sus gentes… Es el mundo de la raíz, de nuestras raíces, que se halla ahí, como perdido y olvidado, pero tan a nuestro alcance.
