CIVILIZACIÓN, por José Luis Puerto
Acudo a mi tarea, en el primer momento de la mañana. Y voy en automóvil. La fila de vehículos se prolonga. Es el momento de comenzar los trabajos y de llevar a los hijos a la escuela, a los colegios, a los institutos.
Por el espejo retrovisor, observo a los ocupantes del coche que va tras el mío. Un padre que conduce, de mediana edad, y un hijo a su lado, de unos ocho o nueve años, al que lleva al colegio. Van serenos. Conversan. Lo puedo deducir a través de mi visión y mi contemplación de segundos.
Y comienzo a reflexionar. Vamos realizando y siguiendo todos un itinerario de civilización. Cada cual a su tarea y a su cometido. Unos a los trabajos, otros a los estudios. De entre los que acuden a los trabajos, habrá docentes, sanitarios, oficinistas, empleados de comercio…, tareas todas ellas necesarias para que una sociedad funcione y tenga todos sus servicios a punto.
El niño que va al colegio con su padre (ah, los servicios de taxistas de los padres y madres con los hijos, cómo se podrían contabilizar y evaluar su coste…) llegará a su aula, saludará a los compañeros y compañeras y a su profesor o profesora.
Y se irá desarrollando, día tras día, semana tras semana, curso tras curso, una labor con ese muchacho, que lo llevará hacia las vías del conocimiento, de la destreza laboral en el campo que sea. Si pudiéramos seguir su itinerario, durante el tiempo que exista en la tierra, estaríamos siguiendo y conociendo, en buena medida, la aventura de toda la humanidad.
Ese ser humano, como todos, amará, sufrirá, tendrá experiencias decisivas, se encontrará con gentes de todo tipo, conocerá lugares, tierras, tendrá sus anhelos personales, luchará por sus objetivos (que, en el fondo, son universales, y no diferirán mucho de los de los demás individuos de la especie)…
La hilera de vehículos avanza. Cada cual va hacia su destino. Nada sabemos de quienes están, en ese primer momento de la mañana junto a nosotros, de quienes han tenido también que madrugar; pero hay un orden social trazado, que hace que funcionen los hospitales, los centros de salud, las escuelas, los colegios, institutos y universidades, las oficinas, los mercados, las tiendas de alimentación y de otros tipos…
Un orden que nos civiliza, que nos humaniza, que nos responsabiliza… Un orden que es señal de equilibrio, de convivencia, de entendimiento, de tolerancia. Y pensar en ello, mirando por el espejo retrovisor a ese padre y a ese hijo que van tras de mi coche, me resulta fascinante.
El anhelo, que tendría que ser una aspiración de todos, es que tal orden fuera justo, equitativo, con posibilidades para todos, en el que cupieran todos los anhelos dignos de los seres humanos, en el que cupiera la creación, el sueño, la aventura, la ayuda, el apoyo mutuo…
Miro una vez más por el espejo retrovisor. El automóvil del padre y del hijo lleva otra dirección distinta de la mía. Y termino perdiéndolo de vista. El primer momento del día, a medida que transcurre, va ganando claridad.
A esa claridad, como una bendición social, es a la que aspiramos.
