Al modo en que las plantea Gaston Bachelard, cuando llega el solsticio de invierno, cuando llega la Navidad, parece que algo en todos nosotros nos llevara hacia una poética de la rememoración, de un recuerdo arraigado en la niñez y afianzado a lo largo de toda la ‘vividura’ (aquí Américo Castro) de nuestro propio existir.
¿Por dónde comenzar tal poética de la rememoración? ¿Qué elementos seleccionar de ella? ¿Qué símbolos convocar para que lo vivido no se quede en mera sucesión de anécdotas, sino que adquiera un sentido revelador?
Decía el escritor alemán Karl Krauss que “El origen es la meta”. A ese origen hemos de acudir para poder extraer signos de esa poética de la rememoración que pretendemos convocar en estas fechas solsticiales, cristianizadas mediante la Navidad, esto es, mediante el misterio del nacimiento del Niño Dios.
Tal nacimiento nos está lanzando no pocos mensajes, entre ellos el de que el ser humano es sagrado, está tocado por la sacralidad. Y más los niños. De ahí lo monstruosos de esos crímenes de miles de niños en los bombardeos de todas estas semanas.
Pero, al tiempo, tal nacimiento nos está indicando que en lo pequeño, en lo humilde, en lo frágil, en lo desatendido, en lo más precario… se encuentra la divinidad, el Dios Niño.
Uno de los relatos más hermosos del escritor cubano Alejo Carpentier lleva el título de ‘Viaje a la semilla’. Es un viaje de la memoria. Y ha de ser siempre un viaje a la belleza, pero también un viaje a la dignidad y a la bondad. De lo contrario, caeríamos en lo monstruoso, como nos está ocurriendo en todo este tiempo, con guerras y más guerras, muertes indiscriminadas de inocentes…, ah, y siempre ese ruido y esa furia con los que tratan de deshumanizarnos.
Necesitamos no migas de pan (que se las comen los pájaros y desdibujan el camino), sino chinarros blancos para ir marcando, para ir plasmando ese viaje a la semilla, que es un viaje a la niñez, a la inocencia, a lo hermoso vivido en los primeros días en que habitáramos el mundo.
Tales guijarros en cada uno son diferentes. Nosotros, hoy, en este tiempo navideño, quisiéramos meramente enumerar –para convocar el mito, la fascinación del origen– algunos de los que nos han acompañado y acompañan a lo largo de nuestro existir.
La cuna pobre de madera, en la que siempre se halla un niño al que se mece, junto a la lumbre de la cocina. El murmullo de la fuente, con su canto misterioso a lo largo de la noche, escuchado desde la alcoba. Los juegos en el cerezo del cortinal, imitando los de alguna película proyectada en el teatro, al que accedíamos con la boleta sellada de la catequesis. Los altares elaborados en una mesa del campocasa, en los que colocábamos las estampas que nos traían los frailes y misioneros. El musgo cortado con badilas en las peñas umbrías y colocado cuidadosamente en banastos, para formar el nacimiento en la iglesia…
Las aspas del molino y su rueda movida por las aguas, a través de un artilugio eléctrico. Los caminos de serrín sobre el musgo para el itinerario de los Reyes Magos. La zagala y el zagal en su baile, con indumentarias rústicas antiguas, animados por la gaita de de fuelle que tocaba un tercero, ofrecidos también sobre el musgo…
Y la imagen deliciosa del Niño Dios, de factura antigua y clásica, con sonrisa misteriosa y transmisora de comprensión y de confianza, en hermosa cuna de plata, elaborada en nuestros siglos áureos, cuyos pies acudíamos a besar…, como modo de expresión –aunque no lo supiéramos– de que el ser humano, de que todos participamos de lo sagrado y de lo divino.
